Al aceptar enviar a sus oblatos a Canadá en 1841, Mons. de Mazenod preveía sobre todo la posibilidad de evangelizar a los autóctonos del país. Así pues, no sorprende ver a estos misioneros lanzarse a la búsqueda de las tribus amerindias a partir de 1844. Los hijos de Mons. de Mazenod recibirán las misiones de Saguenay, Alto San Mauricio, Témiscamingue, Abitibi y, unos años después, las tribus del Oeste.
Con los Cris, de la Bahía de James, el oblato más conocido es, sin duda, el padre François-Xavier Fafard, llamado “Sapier” por los amerindios, que no podían pronunciar “Xavier”, su verdadero nombre. El padre Damase Couture pasó cuarenta y cinco años de su vida en el Fuerte George, en el más completo aislamiento, no pudiendo bautizar sino a unos cuantos niños. Mons. Henri Belleau y Mons. Jules Leguerrier, los dos primeros obispos de la zona multiplicaron las misiones gracias a los talentos y a la dedicación de numerosos hermanos oblatos, como los hermanos Grégoire Lapointe y Charles Tremblay.
Junto a las Montañas de Saguenay, dos nombres reclaman nuestra atención: Charles Arnaud y Louis Babel. Es este último el que tiene el mérito de haber descubierto los yacimientos de hierro de la región actual de Schefferville. Los Attikameks del Alto San Mauricio y los Naskapis de Labrador, por su parte, recibieron las visitas de los padres Médard Bourassa y Pierre Fiset. El padre Maurice Ouimet pasó unos cincuenta años entre los Ojibwés, al oeste de la Bahía de James. Igualmente, los Iroquois de Kahnawake conocieron la Buena Nueva gracias al padre Nicolas Burtin, que fue su párroco durante treinta y siete años, de 1855 a 1892.
A pesar de las dificultades, los oblatos proporcionaron numerosos beneficios a las naciones amerindias. Sobre todo, les dieron libros (diccionarios, etc.) escritos en su lengua. Como ha escrito el padre Joseph-Etienne Champagne OMI: “El hecho más sobresaliente de esta epopeya misionera, no es el número de conversiones, sino la presencia oblata en todos los puntos estratégicos de un país grande como un continente”. Y nosotros podemos añadir: gracias sobre todo a estos héroes sin gloria que, como San Eugenio, tenían “un corazón grande como el mundo”.
André DORVAL, OMI