El 27 de marzo de 1913, en Ottawa apareció un nuevo periódico en lengua francesa: Le Droit. Sus cuatro delgadas páginas mal impresas provocaron la risa de algunos y el entusiasmo de otros. En ese momento, los francófonos de Ontario se enfrentaban a un peligro fundamental para su idioma. El famoso Estatuto XVII, aprobado por la Legislatura de Ontario en 1912, contenía nada menos que la sentencia de muerte de la lengua francesa para unos 200.000 pioneros de dicha provincia. Podemos juzgarlo a través de los siguientes artículos: 1. El idioma francés no se puede enseñar en el aula; 2. Los profesores tienen prohibido comunicarse con sus alumnos en ese idioma; 3. Todos los inspectores son responsables ante los inspectores de habla inglesa. Esta ley inusual estableció sanciones, multas y penas de prisión para los transgresores.
El despertar
del orgullo francocanadiense
Uniéndose como la “Association d’Education d’Ontario” (Asociación para la Educación de
Ontario), profesionales honrados, funcionarios bien informados como Samuel
Genest, Napoleon Belcourt, Aurelien Belanger, y con ellos la mayor parte de los
pastores de la provincia, los Oblatos, los Dominicos, junto con otros cientos
de “patriotas”, estimulados e inspirados por el Padre Charles Charlebois, O.M.I.,
el alma de este movimiento, decidieron fundar un periódico con el fin de
salvaguardar su idioma. El Padre Arthur Joyal, O.M.I., encontró el nombre: Le Droit. Se eligió el lema: L’avenir est à ceux qui luttent (El
futuro pertenece a los combatientes).
Día tras día fueron apareciendo artículos bien documentados en respuesta al
Primer Ministro Ferguson, para quien el bilingüismo constituiría “un escándalo
nacional que podría desestabilizar las bases del Dominio. Una bandera, un idioma”.
Una
intervención providencial
Hasta la abolición de este Estatuto perverso, el 22
de septiembre de 1927, la Divina Providencia tuvo que intervenir a menudo para rescatar
los fondos de este pobre periódico diario. Los primeros trabajadores recuerdan
con emoción lo que ellos llaman “el milagro de Le Droit”. En un día muy agitado, cuando el alguacil, reloj en
mano, se preparaba para anunciar que el periódico sería tomado y que cerraría
precisamente a las cinco en punto a menos que él recibiera los » 5000 que se le
debía, alguien le comentó al Padre que un desconocido anciano deseaba hablar
con él. Visiblemente molesto, el Padre Charles respondió con frialdad: “Está
bien, hacedlo entrar, pero será mejor que sea breve”. Desafortunadamente los
hombres de esa edad no son nunca breves. El hombre entró, se quitó despacio los
mitones y llegó al asunto después de mil rodeos:
“Como usted ve, Padre, teníamos la intención de construirnos un porche. Vivimos en el pueblo, y para los viejos como nosotros, sentarnos en mecedoras en el porche y mirar a los coches que pasan es una distracción agradable, ¿verdad?”
“Bueno, mi querido amigo, construyan el porche, no tengo ninguna objeción. ¿Es eso lo que querías decirme?”
“Sí y no” respondió el buen hombre. “Ese no es el final de mi historia. La semana pasada fui a un retiro cerrado. Escuché la conferencia hermosa del Padre Rodrigue Villeneuve sobre las obras católicas. Así que se lo comenté a mi buena mujer y cambiamos idea. El Padre nos ayudó a entender que nosotros, los Católicos, debemos invertir nuestro dinero en buenas obras. Cuando hablé con él sobre mi interés, me dio su dirección.”
“Aceptamos inversiones” respondió el Padre Charles.
“En lo que a mí respecta, siempre y cuando me paguen los intereses hasta que me muera, tan pronto le daré el capital.”
“¿Y cuánto tienes?”
“$3.000. Si usted lo desea, podemos terminar con esto ahora mismo. Tengo todo el dinero conmigo. Aquí está, cuéntelo.”
“Espera,” dijo el Padre Charles, lleno de emoción. “Déjame ponerme de rodillas para recibir este dinero. Cae directamente del cielo.”