Este beato obispo de Marsella, canonizado el 3 de
diciembre de 1995, pasó por doce años de juventud difíciles como resultado de
su exilio, provocado por la Revolución Francesa. Sin embargo, a la edad de
veinticinco años, un determinado viernes santo estando frente al crucifijo, se
sintió preso por Cristo, el Salvador y a partir de ese momento se dedicó “apasionadamente
a Jesús Cristo e incondicionalmente a la iglesia” según la expresión utilizada
por el Papa Pablo VI.
Podemos preguntarnos qué influencia tenía su familia para con él. A pesar de la disparidad de edades entre su padre y su madre, y a pesar de las considerables diferencias en su educación y cultura entre esas dos personas, el Señor permitió que su hijo Eugenio sacará un beneficio particular de cada uno de ellos para formar la personalidad propia del futuro fundador de los Oblatos de María Inmaculada. Este beneficio incluía el amor por los pobres y una generosa caridad. Como han declarado los padres del Concilio Vaticano II: “El germen de la vocación sacerdotal es alimentado por la oración de la familia, su ejemplo de fe y apoyo”.
“Me han enviado para
evangelizar a los pobres”
Este es el lema que el fundador dio a su
congregación en 1916. Desde su tierna juventud, el pequeño Eugene ha sido
entrenado a un tipo de pobreza adecuada para su edad y a la situación de una
familia noble de Provenza. Tenía apenas seis años cuando le tocó vivir la
angustia aparente de una familia del barrio. ¡Les ha llevado leña en su pequeña
carreta! No permitió que se llenará su caja de dinero. Él incluso fue tan lejos
para cambiarse de ropa con un mendigo pequeño y pobre, hijo de un minero.
Cuando su madre lo reprendió por dicha acción diciéndole “No te olvides que no
sois el presidente del Tribunal de Cuentas”, él inmediatamente contestó: “Bueno,
entonces, voy a ser el presidente de los mineros”. Dichas palabras y acciones
demostraron que incluso en una familia que con regularidad empleaba doce domésticos,
la educación en pobreza podía encontrar un oído atento y un corazón bien
dispuesto.
“Tengo un corazón sensible
y excesivo”
Con la forma en que se presentó a su director
espiritual al entrar en el seminario mayor en 1808, esta característica fue un
buen reflejo de su personalidad. Eugenio fue un “hombre de corazón”. Él amaba
con pasión, como él mismo ha admitido. Él amaba a su familia. “Soy un idolatra
de mi familia…Permitiría que me pegarán con un hacha por algunos de sus componentes…Daría
mi vida por ellos sin dudarlo” escribió en una ocasión. Esta tendencia de amor
por su familia se manifestó igualmente de parte de los niños de su familia
religiosa, los Oblatos de María Inmaculada. Su más ardiente deseo era verlos
amarse unos a otros como hermanos. Este intento fue tan profundo dentro de él
que lo inscribió en su testamento espiritual. En su lecho de muerte, el 21 de
mayo de 1861, Monseñor de Mazenod repitió tres veces a los pocos oblatos que
esperaban a su lado recibir una instrucción de despedida por parte de su padre
venerado de forma tal que quedará claro: “Caridad, caridad, caridad”.
En cuanto a él, cada vez que fallecía uno de los suyos, experimentaba un profunda tristeza. Sesenta y ocho oblatos fallecieron durante sus cuarenta y cinco años como jefe de la congregación (del 1816 al 1861). Cuando se habló de Texas, donde cuatro oblatos fallecieron uno detrás de otro en pocos meses, él exclamó: “Misión cruel, qué heridas terribles estáis causando en mi alma”.
Mucho antes del Concilio Vaticano II, Monseñor de Mazenod estaba convencido de que su familia religiosa constituía una iglesia de servicio, o una iglesia en miniatura, es decir una imagen viva del misterio de la iglesia, cuyos miembros están destinados a morir, aunque también con la promesa de una resurrección final.
André DORVAL, OMI