283 - Julio 2008

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San Eugenio de Mazenod (1782-1861)
Obispo de Marsella de 1837 a 1861



(El padre Bernard Dullier, siendo provincial de Francia, preparó estas reflexiones para la Conferencia Episcopal de Francia, a la cual pidió apoyo para lograr la inserción de la festividad de San Eugenio de Mazenod en el calendario universal de la Iglesia.)

El 3 de diciembre de 1995, el Papa Juan Pablo II canonizó a Eugenio de Mazenod, fundador de los misioneros Oblatos de María Inmaculada y Obispo de Marsella. En ese momento, el acontecimiento tuvo cierta repercusión en Francia. Veinte obispos franceses fueron a Roma. Se realizó un importante coloquio en Aix en Provence y todo esto culminó con una ceremonia de clausura, realizada en la catedral de Marsella. Se hubiera podido esperar que este nuevo santo, primer obispo francés no mártir canonizado después de casi cuatro siglos, provocaría cierto interés. Hoy día, las cosas han caído en el olvido.

El hombre es conocido como fundador religioso. Es respetado como el misionero “del corazón tan grande como el mundo”. Pero, el obispo sigue siendo un desconocido, aunque es una de las figuras más relevantes del episcopado francés del siglo XIX.

Estas pocas páginas pretenden, simplemente, hacerle justicia.



Algunas fechas


1° de agosto de 1782

Carlos José Eugenio de Mazenod, hijo del primer presidente de la Cámara de Cuentas del Parlamento de Provenza, nace en Aix en Provenza.

Fines de diciembre de 1790

parte al exilio (Niza, Turín, Venecia, Nápoles, y Palermo).

24 de octubre de 1802

al volver del exilio, se instala en Aix, donde los ricos herederos y la brillante sociedad de Aix son, para Eugenio, más interesantes que la fe en Jesucristo.

Viernes Santo, 1807

vive la experiencia mística de la Cruz y de la persona de Cristo.

12 de octubre de 1808

ingresa al Seminario San Sulpicio, en París.

21 de diciembre de 1811

es ordenado sacerdote, casi en forma clandestina, en Amiens.

En 1812

desempeña el cargo de Superior del Seminario: Napoleón había expulsado a los Sulpicianos.

En noviembre de 1812

vuelve a Aix en Provenza, perseguido por la policía imperial.

De 1813 a 1815

inicia diferentes apostolados: capellanía de las cárceles, reinserción de los “jóvenes de la calle”, predicación en provenzal a los más pobres y abandonados.

25 de enero de 1816

funda el Instituto de Misioneros de Provenza.

En julio de 1823

se convierte en vicario general de Marsella.

17 de febrero de 1826

el Papa León XII da la aprobación a los Misioneros de Provenza, bajo el nombre de misioneros Oblatos de María Inmaculada.

14 de Octubre de 1832

se convierte en obispo auxiliar de Marsella, titular de Icosie.

10 de agosto de 1834

pierde la nacionalidad francesa, a causa de su fidelidad al Papa.

25 de diciembre de 1837

se convierte en obispo de Marsella.

1° de abril de 1851

recibe el palio de manos del Papa Pío IX.

8 de diciembre de 1854

participa en la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción.

24 de junio de 1856

se convierte en senador del Imperio.

21 de mayo de 1861

muere en Marsella.

Domingo de Misiones, 1975

es beatificado por el Papa Paulo VI.

3 de diciembre de 1995

es canonizado por el Papa Juan Pablo II.




Circunstancias de su llegada al episcopado


Un luchador cansado y enfermo

De casi 55 años, el hombre que en 1837 sucede a su tío en la silla episcopal de Marsella es un luchador fatigado que, después de muchas pruebas, aspira a una sola cosa: descansar. Desea no tener ya otras responsabilidades y retirarse a una comunidad oblata, para vivir allí la misma vida de los demás y a su mismo ritmo: “Al inicio de mi ministerio, avanzaba a toda velocidad y esto me impedía ver los peligros sembrados en el camino. Casi no pensaba en ello y no sentía temor. Hoy día, camino con pasos cortos. Considero cuidadosamente cada uno de los escollos. Las zarzas me pinchan por todos lados. Las espinas me dejan en carne viva…Las enfermedades me debilitan. En lo moral, los achaques me abruman.”

Además, está enfermo. En noviembre de 1836 sufrió vómitos de sangre y, durante varias semanas, estuvo entre la vida y la muerte. Pasada la crisis, debió tomarse varias semanas de descanso y sólo vuelve a Marsella a raíz de la epidemia de cólera que asola la ciudad.

Un episcopado que no deseaba

En 1832, cuando acepta convertirse en obispo in partibus, titular de Icosie, lo hace a petición del Papa para afirmar la autoridad pontificia frente al rey de Francia, el cual pretende nombrar a los obispos. Está firmemente decidido a no transformarse en obispo residente, considerándose un simple auxiliar de su tío Fortunato de Mazenod, obispo titular de Marsella: “No me debo a nadie. Nadie tiene derecho a exigir el servicio de mi ministerio. Todo lo que hago me es inspirado solamente por el amor. En una palabra, soy libre.”

En 1833, cuando oye hablar de la posible sucesión de su tío, siente que esta posibilidad “lo abruma y le quita todo el valor”. Al final de sus reflexiones, expone una serie de razones para rechazar el cargo: voluntad de dedicarse sólo a su familia religiosa, edad avanzada y mala salud, deseo de retirarse y prepararse para la muerte…

Nombrado en la sede de Marsella el 9 de abril de 1837, considera que su tío le ha jugado una muy mala pasada al renunciar y hacerlo nombrar contra su voluntad; “Tenía un proyecto muy diferente. Esto no figuraba ni en mis intereses ni en mis gustos…Siempre he temido la responsabilidad pastoral. Cae sobre mis hombros como un inmenso fardo.” Escribe a su fiel amigo, el doctor D’Astros: “La responsabilidad, la carga del pastor es espantosa a los ojos de la fe…Por mi parte, cuando reflexiono sobre ello, necesito recurrir a mi inagotable confianza en la bondad de Dios…para recuperar un poco de paz.”


Teología del episcopado en Eugenio de Mazenod


En el siglo XIX, la teología del episcopado estaba en pañales. La crisis galicana y los sucesivos Concordatos llevaban al obispo, a menudo, a cumplir un rol de “prefecto del poder”. La reacción ultramontana lo devuelve a su rol de “prefecto del papa”. En resumen, el lugar del obispo no está claro.

En este contexto, las notas tomadas por Eugenio de Mazenod en mayo de 1837, durante el retiro preparatorio para la ascensión al sillón episcopal de Marsella, son apasionantes. Monseñor Matagrin, quien las estudió en profundidad, veía en Eugenio de Mazenod a un precursor del Vaticano II.

Monseñor Matagrin precisa que estas notas no son un tratado de teología, sino una meditación surgida a partir de la vida y de la experiencia espiritual en contacto con Jesucristo y con el evangelio. Sin embargo, agrega, las palabras y las expresiones anuncian lo que encontraremos en la encíclica Lumen Gentium.

Carácter sacramental del episcopado

Contrariamente a lo que muchos piensan aún en estos días, para Eugenio de Mazenod está claro que el episcopado es un sacramento: “El episcopado, que hasta ahora consideraba como la plenitud del sacerdocio, se me presenta hoy día tal como se define en la constitución de la Iglesia: un sacramento concedido a través del Espíritu Santo y comunicado por la imposición de las manos”.

El párrafo 21 de la Constitución Lumen Gentium utiliza el mismo vocabulario: “Por la imposición de las manos y el texto de la oración de la Ordenación, la gracia del Espíritu Santo está dada y el carácter sagrado, impreso, de modo que los obispos ocupan, eminente y visiblemente, el lugar de Jesucristo mismo.”

Carácter apostólico del episcopado

Para San Eugenio, el episcopado se origina en su fundación por Jesucristo, único y supremo pastor:“La Iglesia, cimentada en los apóstoles, es gobernada por los obispos, sus sucesores. Fueron designados por Jesucristo a continuación de los apóstoles para el cuidado de las almas”. “Encargado por Jesucristo del cuidado del redil, investido de la misma autoridad de Jesucristo, debo representarlo al interior de esta porción de su rebaño.”

Encontramos esta misma idea en el párrafo 21 del texto conciliar: “En la persona de los obispos asistidos por los sacerdotes, es Jesucristo, Supremo Pontífice, que está presente en medio de los creyentes.”

Carácter pastoral del episcopado

Al preguntarse qué piensa la gente de su entorno sobre el obispo, Eugenio de Mazenod observa: “Hoy día, se relega al obispo al fondo de su gabinete para conceder dispensas o contestar su correo; si se aparece, de repente, en una parroquia, es para impartir la confirmación, que sólo él puede administrar… El obispo es, para muchos, un hombre vestido de morado, que ejerce una autoridad llamada autoridad eclesiástica, es decir que gobierna a los sacerdotes.”

Pero, según él, debe ser algo muy diferente.

- El obispo debe, ante todo, enseñar

El capítulo 4 de la segunda carta a Timoteo ilumina a San Eugenio sobre su misión: “Debo hacer por mis ovejas todo lo que de mí dependa para instruirlas, alentarlas, alejarlas del mal, motivarlas para la práctica de las virtudes, servirles de ejemplo para asegurar su salvación y conducirlas desde el redil de la tierra hasta el del cielo. La enseñanza en las parroquias, el catecismo, la visita a los enfermos, en forma sucesiva, en los diferentes barrios de la ciudad; he aquí el medio eficaz para obrar el bien y enseñar a Jesucristo.”

Esta primacía de la enseñanza se encuentra en los párrafos 24 y 25 de Lumen Gentium: “Los obispos reciben la misión de instruir a todas las naciones y predicar el evangelio a todas las criaturas…” (24). “Entre las funciones principales de los obispos figura, en primer lugar, la predicación…” (25)

- El obispo debe santificar

Eugenio de Mazenod piensa que la segunda función del obispo es la santificación, la suya y la de su pueblo, ambas muy unidas: “Es preciso que mi existencia, mi vida, todo mi ser esté consagrado a mi pueblo, que mi único pensamiento sea su bien, mi único temor, no hacer lo suficiente por su felicidad y su santificación. En una palabra quisiera que, trabajando por la santificación de mis fieles, lograra mi propia santificación, en un grado eminente.”

Lumen Gentium
coincide con él en el párrafo 26: “El obispo… tiene la responsabilidad de dispensar la gracia del supremo sacerdocio. Por esto, junto con trabajar y orar por su pueblo, extiende sobre él en abundancia, bajo diversas formas, lo que viene de la plenitud de la santidad de Cristo”.

- El obispo debe, por último, gobernar

Sólo en tercer lugar, como consecuencia de las dos anteriores, San Eugenio coloca la función del gobierno: “Tendré que combatir el egoísmo, los intereses personales, la falta de celo, la rutina, la inercia de los jefes. Todo esto no se realizará sin dificultades, ciertamente. Pero es necesario que quede claro para todos, que es al obispo a quien corresponde gobernar. Lo importante es actuar con el solo deseo de agradar a Dios y cumplir dignamente con el cargo que me impuso.”

El Concilio Vaticano II dice lo mismo en el párrafo 27 de Lumen Gentium: “Encargados de las Iglesias particulares, los obispos las dirigen con sus consejos, sus estímulos, su ejemplo y, también, por su autoridad y el ejercicio del poder sagrado, cuyo uso, sin embargo, sólo les pertenece en función de la edificación en verdad y en santidad de su rebaño.”


Las tareas del obispo, según Eugenio de Mazenod


Al tomar posesión de la sede de Marsella, el día de Navidad de 1837, Eugenio de Mazenod resume así su programa episcopal: “Tendré que dedicarme a mi episcopado como un padre a sus hijos; será necesario que mi existencia, mi vida, todo mi ser estén consagrados a ello; que mis pensamientos sean para su bien, que mi único temor sea no hacer lo suficiente por su felicidad y su santificación, sin ninguna otra preocupación aparte de atender sus intereses espirituales e, incluso, su bienestar temporal. En una palabra, será necesario que me consuma por él, que esté dispuesto a sacrificarle mi comodidad, mis gustos, el descanso, la vida misma.”

Este es el programa que intentará llevar a cabo, sin flaquear, durante los 24 años de su largo episcopado.

1. Ante todo, el obispo debe hablar el lenguaje de su pueblo

Con ocasión de su primera ceremonia de confirmación, dice. “Aquí, como en todas partes, he observado la inmensa atención de los niños y sus familias cuando les hablo en Provenzal. ¡Qué importante es predicarles en su propia lengua! Cuando el obispo se dirige a ellos en francés, no siguen el razonamiento debido a que no entienden completamente…Dios quisiera que todos los obispos pudieran comprender esta verdad indiscutible. Habría terminado de hablar antes si hubiera percibido que la atención de los auditores se debilitara. Pero tanto los adultos como los niños respiraban, por así decirlo, mis palabras; esto me sucedió a lo largo de toda la jornada. Agradezco mucho a Dios hablar el idioma de aquellos a quienes debo instruir y que me escuchan porque me comprenden.”

Los notables de la ciudad, que se jactan de hablar sólo francés, se quejan de tal actitud del obispo. Pero a él, esto lo tiene sin cuidado.

2. El obispo debe enseñar a Jesucristo

Eugenio de Mazenod está horrorizado al comprobar hasta qué punto la enseñanza jansenista reina aún en su diócesis. Para él, el objetivo primordial de la catequesis no será la enseñanza de los mandamientos, ni la amenaza del infierno, sino la revelación de Jesucristo.

“¡Qué mal se educa a este pueblo! Se les enseña áridamente la letra del catecismo, más o menos bien explicada, pero sin preocuparse de resaltar la bondad de Dios y el amor infinito de nuestro Señor Jesucristo por los hombres. No se está formando su corazón.”

A la ceremonia de confirmación de Aubagne, faltan 12 muchachos, a sólo tres meses de haber realizado la primera comunión. Su corazón de padre se siente destrozado a causa de ello: “Dan ganas de llorar…Es fundamental alcanzar su corazón diciéndoles lo esencial: el amor que Dios les tiene y anunciarles lo que puede deslumbrar toda una vida: el amor de Jesucristo por cada uno de ellos.”

Esto lo pone en práctica en sus propias predicaciones y comprueba el fruto de ello: “¿A qué se debe que hoy día haya visto llorar a grandes y chicos en la ceremonia? Sin embargo, no usé palabras que asustaran, por el contrario, me explayé afectuosamente sobre la inmensa bondad de Dios y de nuestro Señor Jesucristo por nosotros…Digan lo que digan los ingeniosos, no cambiaré de estilo por todo el oro del mundo… ¡Cuán deseable sería que todos los obispos actuaran del mismo modo!”

3. El obispo debe ser todo para todos

Eugenio de Mazenod ama a esta gente que le ha sido confiada. Los testigos de este amor son numerosos, si consideramos lo declarado al abrirse el proceso diocesano de beatificación: “En Marsella, aún hoy día, se habla a menudo con admiración de su celo…En efecto, era común verlo entrar a las casas más humildes para visitar a los enfermos, consolarlos, socorrerlos y administrarles los sacramentos.”

“Monseñor no dudaba en acudir personalmente en ayuda de los indigentes de las calles más miserables y, a menudo, visitar las viviendas de pecadores notorios llevando los sacramentos o intentando convertirlos. Este celo y esta caridad eran tema de conversación, a menudo, para la gente de la ciudad.”

El diario de Eugenio de Mazenod nos entrega un ejemplo de ello, con ocasión de su visita a La Ciotat, suburbio popular de Marsella: “Después de la cena oficial, aburrida como de costumbre, quise hacer un recorrido del barrio. Antes, me habían aconsejado que no lo hiciera y predicho que recibiría abucheos, incluso insultos de muchos. Quise caminar por el muelle, delante de los cafés donde se reúnen todos los desocupados y camorristas. Todos me saludaron. Hablé con algunas personas. Fui seguido por un grupo de buenas personas…Proseguí mi recorrido hasta el astillero donde se construía un buque a vapor de grande dimensiones. A la vuelta de mi inspección, visité el hospital donde autoricé que se hicieran misas en las salas.”

Una de sus jornadas típicas muestra su gran preocupación por todos: llegado en ayunas a las 8 de la mañana a la parroquia, después de dos horas y cuarto en un carruaje de caballos, se dirige en procesión hasta la iglesia y pronuncia una “corta alocución en francés, para no desafiar a la gente susceptible”. Luego confiere la tonsura a un joven seminarista, oriundo de la ciudad. Después, celebra la misa de confirmación con un “sermón en provenzal, talvez un poco largo”. A las once, todavía en ayunas, acompañado por el párroco, que se declara agotado con semejante ritmo, visita un convento de monjas y confirma a 9 muchachas “las que, fácilmente, podrían haber venido a la parroquia”. Termina la visita con una corta charla de un cuarto de hora a las queridas hermanas. Luego viene el almuerzo y el momento de recobrar fuerzas. Pero esta comida oficial no termina nunca y él abandona rápidamente la mesa, dejando atónitas a las autoridades. Visita entonces los almacenes del puerto y conversa “con los obreros sobre sus salarios y sus condiciones de vida.” Va a la casa de uno de ellos cuya esposa está muy enferma. La tarde está ya muy avanzada cuando se dirige a “administrar los últimos sacramentos a las ancianas del hospicio”. Por fin es el retorno a Marsella. Pero se da el tiempo para hacer una prolongada detención en casa de un “pobre hombre, don Juan” que acababa de perder a su mujer por el cólera: “No pude contener las lágrimas ante el aspecto de este joven viudo, de esos tres niños y de la anciana madre de la difunta”.

4. El obispo debe organizar la caridad

Durante el episcopado de Eugenio de Mazenod, Marsella sufre cuatro epidemias de peste o de cólera. En cada oportunidad, la actitud del obispo fue extraordinaria, motivo por el cual recibió dos veces la medalla de oro de la ciudad.

En julio de 1837, estaba fuera de la ciudad cuando se declaró la epidemia. Sin dudarlo vuelve a su ciudad episcopal, en circunstancias que las autoridades civiles habían huido al campo: “Tenía un deber que cumplir: sumergirme en una atmósfera pestífera. Mi primer pensamiento fue dirigirme a Nuestra Señora Misericordiosa, en su santuario de la Guarda, para rendirle mis respetos.”

Pero la oración no impide la acción: reúne a todas las congregaciones religiosas de la ciudad y les pide que organicen el cuidado de los enfermos:”El alcalde puede hacer lo que quiera” (¡de hecho no hará nada!). “El efecto de las medidas tomadas por la Iglesia fue inmenso para el consuelo y la edificación de la población marsellesa. Se produjo en toda la ciudad, en los diarios de cualquier tendencia, un aplauso universal y todos admiraban una religión que, por sí sola, era capaz de inspirar tan grande caridad.”

Cuando la epidemia termina, se ocupa de aquellos que quedaron en la miseria. Funda orfanatos, junto con una congregación que se encargue de ellos: “las hermanas del cólera”. Pide a los institutos religiosos que acojan gratuitamente a los niños desposeídos, reactiva las conferencias de San Vicente de Paul y repite: “la caridad no espera”. Luego denuncia el escándalo del desfalco de los fondos de ayuda reunidos en las parroquias y transferidos a la municipalidad: “No se sabe qué ha pasado con 60.000 francos recogidos por la Alcaldía… Mientras tanto, los pobres acuden al obispado y pronto nos veremos obligados a vender los cubiertos para socorrerlos, ya que no nos llega un centavo de las colectas filantrópicas. Hay un clamor de reprobación en la ciudad por esta dilapidación.”

Sospechamos que, con tales frases, no se procura amigos en la municipalidad.

Tenemos otro ejemplo de lo anterior en su acción para la construcción del hospital militar de cuarentena. Debe luchar durante varios meses contra la lentitud de la administración militar. Ya no duerme a causa de ello: “Sentir a estos enfermos tan cerca de mí en mi diócesis, bajo mis ventanas y no poder ir en su ayuda, me destroza el alma. Estoy inconsolable. Aunque desde hace dos días remuevo cielo y tierra para llegar hasta ellos, me inquieta no haber movido más rápido los mecanismos necesarios. Voy a acostarme. Voy a dormir…si puedo.”

Pero su obstinación será más fuerte y terminará saliéndose con la suya.

5. El obispo debe tener buen corazón

A pesar de la gran cantidad de obras que funda y que continúa supervisando, Monseñor de Mazenod no es un administrador, sino un padre. Se mantiene cerca de sus fieles diocesanos pues los ama. Un día que visita Marsellael Arzobispo de Lyon, que iba a su lado, quedó estupefacto al ver que Eugenio de Mazenod saludaba por su nombre a la mayoría de las personas que encontraba, “incluso las vendedoras de pescado del Puerto Viejo y, según creo, algunas mujeres de mala vida” y les pregunta por su salud y sus familias. “Si se tuviera claridad sobre lo que es un obispo, se asombrarían menos al verlo acercarse a sus ovejas cuando éstas están afligidas o enfrentadas a la enfermedad o a la muerte. Yo amo a estas personas y debo confesar que ellas me corresponden.”

Los hombres de bien se asombran al verlo llorar y llevar luto por el fiel Delfín, a la vez portero, sacristán y cochero del obispado, al que el cólera se llevó en tres días. El obispo les responde: “Sí, yo amo con un afecto verdadero, sincero y tierno y no me avergüenzo de ello. Lloro la pérdida de todos los que son serviciales. Detesto a los egoístas, a los corazones insensibles que sólo se preocupan de sí mismos y no entregan nada a cambio de lo que se les da. Mientras más estudio al corazón de Jesús y más medito en las acciones de su vida, más me convenzo que tengo razón y ellos se equivocan.”

6. El obispo debe saber innovar

Cuando toma posesión de la sede de Marsella, afirma un poco desengañado: “Todo sucede de acuerdo a la rutina, lo importante es no innovar…La rutina ordinaria es suficiente… ¡Ante las dificultades que se avecinan, uno podría desanimarse y dar marcha atrás! Sin embargo, ¡es necesario continuar avanzando, cueste lo que cueste! “Es necesario seguir adelante”, escribe a su vicario general, el canónigo Cayre, un tanto sorprendido por las ideas siempre nuevas de su obispo.

“Hay muchas reformas que hacer y, ciertamente, sería un mal obispo si me dejara intimidar por consideraciones demasiado humanas. Tendré que combatir el egoísmo, el interés personal, la falta de celo, la rutina, la inercia de los jefes, es decir, los párrocos, y la insubordinación que éstos sufren de parte de sus vicarios…Todo esto se llevará a cabo a pesar de las dificultades.”

Será un innovador en la formación de los seminaristas, al introducir la teología moral de San Alfonso de Ligoria y aumentar las clases de Sagrada Escritura y de Patrística.

Se adelanta (a sus tiempos) en las parroquias al pedir a los sacerdotes, párrocos y vicarios vivir juntos, bajo el mismo techo y ayudarse unos a otros y dar testimonio de la vida fraterna.

Se adelanta en materia de economía, al introducir la repartición del ingreso parroquial, distribuyendo así las finanzas diocesanas en forma equitativa, según las necesidades reales de cada parroquia.

Se adelanta en materia de liturgia, al exigir ceremonias hermosas, bien preparadas y capaces de llegar a la cabeza y al corazón de los fieles de la diócesis, introduciendo diferentes procesiones a través de las ciudades e instituyendo las “cuarenta horas”.

Se adelanta en materia de participación de los laicos, aumentando en cada parroquia las cofradías, que son agrupaciones de laicos según los oficios o grupos sociales.

Se adelanta en la política de acogida a los extranjeros que empiezan a llegar a Marsella, creando capellanías lingüísticas, como la de los italianos, de los alemanes o de los levantinos.

Se adelanta en materia de enseñanza, creando más escuelas religiosas, primarias y secundarias, tanto para muchachos como para muchachas, para ricos y para pobres.

Podríamos continuar esta lista. El canónigo Cayre escribe en sus memorias: “Casi todos los días, Monseñor se distinguía por una nueva creación de obra religiosa o de caridad, incluso por un nuevo impulso a la piedad o a la devoción.” De este modo, creó cinco círculos de hombres, siete de mujeres, la obra de los Aprendices, la de los Jóvenes salidos de la cárcel. Pensó en roperos de caridad en cada parroquia, sin olvidar la creación de capellanías en las cárceles, los hospitales y los cuarteles.

7. El obispo debe favorecer la vida religiosa

Para Eugenio de Mazenod, la vida religiosa forma parte integral de de la pastoral de una diócesis. Bajo su episcopado, las congregaciones masculinas pasaron de 2 a 11 y las congregaciones femeninas de 8 a 27, algunas de ellas con varias comunidades. Trae religiosos contemplativos y apostólicos, tratando de cubrir todos los sectores de la evangelización y de la caridad.

Se preocupa especialmente del bienestar de los contemplativos; por ejemplo hace construir un nuevo convento para las Carmelitas. Al respecto escribe: “Estas queridas mujeres están felices ante la comodidad y las condiciones sanitarias del nuevo convento del que están tomando posesión.”

Le agrada pasar un tiempo con las “queridas Capuchinas”, donde tiene costumbre de celebrar el aniversario de su ordenación episcopal: “Su alegría iguala a mi consuelo. La mayoría de estas santas mujeres lloraban durante la pequeña alocución que hice antes de comenzar los santos misterios… Si todas mis ovejas se parecieran a éstas, no podría decir que el fardo es pesado. Son ángeles sobre la tierra.”

Estaba muy atento, también, a cada una de las Congregaciones que él había reunido, las visitaba tan a menudo como le era posible, aceptaba predicarle retiros, presidir las ceremonias de profesión de votos y de las ordenaciones.

Intercede ante el prefecto por la restauración del edificio de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Hace venir a los Jesuitas y hace una enérgica defensa de ellos cuando fueron amenazados de expulsión, anunciando que se acostaría en el portal para impedir la entrada a los gendarmes. Lo que no impidió que reprendiera severamente a los hijos de San Ignacio cuando tomaban iniciativas contrarias a sus orientaciones pastorales: “Amo a la Iglesia mucho más que a los Jesuitas, aunque estimo mucho a esta Orden y entiendo que ellos me obedecen en lo que se relaciona con mi diócesis.” Cuando los jesuitas fueron expulsados de Roma en 1848, acogió en su palacio episcopal, durante más de tres años, al Padre General y a su Consejo.

8. El obispo debe abrir su diócesis al exterior

Su preocupación como pastor le permite abrirse a la dimensión de la Iglesia universal. Son muchos los obispos del mundo entero que pasan por Marsella, al ir o volver de Roma. Se reúne con ellos, discute y luego esto se ve reflejado en sus conversaciones con los seminaristas y sacerdotes, así como en las cartas pastorales dirigidas a toda su diócesis.

Desarrolla la obra de Propagación de la Fe en su diócesis. En muchas oportunidades, toca el corazón de sus fieles diocesanos hacia las desgracias que se producen lejos de Francia, apelando a su generosidad en ayuda de Martinica en 1839, Guadalupe en 1843, Siria en 1860. Lo anterior constituye un gran mérito para el pastor de una diócesis pobre, con inmensas necesidades económicas. De este modo, abre a los Marselleses a la dimensión de la Iglesia universal.


Eugenio de Mazenod presente en la vida de la ciudad


Al convertirse en obispo de Marsella, Monseñor de Mazenod hacía notar que debería abrazar todos los intereses de los Marselleses, tanto espirituales como temporales.

Durante su episcopado, la población de Marsella se triplica. Marsella se convierte en una ciudad industrial y portuaria, atrayendo una gran población rural que espera encontrar allí trabajo y condiciones decentes de vida.

El obispo estará atento a esta gigantesca mutación que se está operando en su diócesis. Ya hemos visto que trabajó mucho por el desarrollo de las obras caritativas, como hospicios y hospitales, por la educación de los niños, aumentando las escuelas. Pero también estará atento a otros problemas relacionados con el bienestar material de sus fieles y el desarrollo industrial de la Ciudad antigua.

El depósito de agua del Palacio Longchamp

Estudia cuidadosamente varios informes de la Academia de Medicina, los que muestran que la instalación de agua potable en las grandes ciudades sería un factor importante para impedir la propagación de las epidemias. Incansablemente, acude a la Alcaldía hasta convencer a los concejales de la urgencia de la construcción de un depósito de agua, que permita la llegada progresiva del agua potable a la ciudad.

Es así como el 8 de julio de 1847, se preocupa de estar presente en la inauguración del depósito de agua, el famoso Palacio Longchamp. Esa misma noche escribe en su diario:”Esta inauguración constituye uno de los días más hermosos de la historia de Marsella. Esta obra magnífica va a mejorar enormemente el destino de los Marselleses, destino que nos es tan querido.”

La estación San Carlos

Los Marselleses sólo habían aceptado de los labios para afuera la Revolución de 1830. Por esto, el rey Luís Felipe, desconfiado ante esta ciudad tan turbulenta, decidió privarla del ferrocarril y la estación. Monseñor de Mazenod comprende hasta qué punto el ferrocarril es un medio importante, incluso indispensable, para el desarrollo de la ciudad. Por eso toma la defensa de la ciudad y escribe al rey: “¡Cuán feliz sería yo si mis observaciones llevaran al rey a modificar un proyecto tan nefasto para nuestra ciudad! Nadie dudaría de dónde viene este beneficio y sería el Obispo, cuya preocupación debe extenderse a todos, quien lo habría procurado a su pueblo. Los ingratos sacarían provecho al igual que los demás.”

Como el rey no aceptara cambiar de opinión, el obispo escribe a la reina María Amelia, a quien conoce desde hace más de 40 años. La reina interviene. El rey cambia de opinión. El ferrocarril pasa por Marsella y la municipalidad, en reconocimiento, invita a Monseñor de Mazenod a bendecir la estación y las diez primeras locomotoras, el 8 de enero de 1848. Como no existe una oración para bendecir locomotoras, crea en el momento un ritual para esta circunstancia y el padre Lacordaire, testigo de la ceremonia, expresa su admiración por la liturgia preparada por el prelado.

Las elecciones generales de 1848

En abril de 1848, por primera vez en Francia, las elecciones parlamentarias se realizarán por sufragio universal. Eugenio de Mazenod dirige a los fieles de la diócesis una carta en la que explica la importancia del derecho a voto. No da ninguna consigna por quién votar, sino que, simplemente, pide a todos que se dirijan a las urnas. Luego, para permitir que todos cumplan con sus derechos de ciudadanos, él agrega: “El domingo en que se realizarán las elecciones generales, los fieles podrán conciliar el deber de oír misa con el de ir a depositar su voto. A aquellos que esto les fuera imposible, están dispensados de la obligación de oír misa, en razón de la gran importancia de su deber electoral.”

Ahora bien, ese día de las elecciones generales, 23 de abril de 1848, ¡era el domingo de Pascua!

El lazareto de las islas de Frioul

El 25 de noviembre de 1850, Monseñor de Mazenod bendice un nuevo hospital público, fundado gracias a sus numerosas intervenciones ante las autoridades civiles y militares, en las islas Frioul, el que serviría de lazareto. “La concurrencia simultánea de medios humanos y de los recursos sobrenaturales de la religión, constituye una necesidad, más evidente sin duda, cuando se trata de detener los posibles contagios que puedan invadir todo un país.”

Se dirige a todo el personal encargado:“Aquí, el enfermo no debe ser tratado como un ser vil, en quien sólo se ve materia, sino como un ser hecho a imagen y semejanza de su Creador. Sólo así se practicará una verdadera caridad.”

Las viviendas para obreros

Monseñor de Mazenod propicia todo lo que pueda mejorar la vida de los obreros, que sufren a menudo a causa de un trabajo penoso o un empleo precario en los sectores del puerto y de las fábricas. Por ello, se preocupa de sus condiciones de alojamiento, muy insalubres generalmente. Promueve la creación de la Obra para mejorar los alojamientos obreros y, en 1850, coloca y bendice la primera piedra de una casa modelo construida por este movimiento.

En 1858, promueve la construcción de la primera Ciudad obrera de La Ciotat “surgida de la tierra, para procurar vivienda decente a los trabajadores de los astilleros navales.” Junto con bendecirla, pronuncia un vibrante discurso contra la explotación de los pobres, e insiste en “la verdadera dignidad del obrero que va mucho más allá del trabajo que desempeña”. Este discurso le valió, por otra parte, una denuncia de parte del Prefecto ante el Ministerio del Interior.

El anciano obispo de 76 años no ha perdido en nada la energía del joven misionero que pronunciara, cuarenta y cinco años antes, el sermón de la Madeleine donde denunciaba “la explotación inicua de los empleados domésticos por patrones injustos.”

Uno de los últimos gestos de la vida pública de Eugenio de Mazenod es la bendición de la Bolsa de Comercio, el 27 de septiembre de 1860. Muchos se sorprendieron de encontrarlo en semejante lugar. Él responde: “La oración se une a las cosas terrestres con el objeto que éstas sirvan al hombre para su bien temporal, pero sin alejarlo del objeto infinitamente más elevado de su vocación sobrenatural.” “He venido a bendecir, no el dinero, sino el uso caritativo que se haga de él.”


Eugenio de Mazenod: Obispo de la misericordia de Dios


Si nos atenemos al estudio extraordinariamente minucioso hecho por el canónigo Sevrin sobre la época de la Restauración y al libro del cardenal Poupard, “Siglo XIX, siglo de gracias”, parece que Eugenio de Mazenod, en su doble papel de Fundador de una congregación misionera y de Obispo de Marsella, desempeñó un papel preponderante en el retroceso en Francia del jansenismo y sus prácticas.

Ferviente propagador de la teología moral de San Alfonso, impone ésta última tanto en su congregación como en su diócesis.

Apoyo a los condenados a muerte

La posición de la Iglesia francesa era, por entonces, muy clara: no era conveniente dar la comunión a un condenado a muerte. Eugenio de Mazenod se opone en este punto a los otros obispos, ya que para él, “es un abuso escandaloso, el cual debe desaparecer donde quiera que aún exista.”

De paso en Gap, para realizar las ordenaciones en julio de 1837, se le informa que el superior del seminario mayor había rehusado la comunión a un condenado a muerte. Furioso, Monseñor de Mazenod le hizo saber que había pecado gravemente al actuar de esta manera y que él, en persona, está pronto a dar la comunión al condenado. Le escribe: “Usted está aferrado a ideas locales y pequeñas. Actúe de acuerdo a la misericordia de Dios, sin pedir autorización alguna. Si no sigue este consejo, será usted el que cometa pecado mortal y le negaré la absolución si viene a confesarse conmigo.”

El perdón de los pecados

Es otro punto en el que Eugenio de Mazenod se aleja de la tradición jansenista de la época. Ciertamente, no toma a la ligera la gravedad del pecado, pero toma mucho más en serio al pecador que se arrepiente. Contrariamente a lo que se hacía a comienzos del siglo XIX, prohibió hacer venir siete u ocho veces al penitente antes de concederle la absolución “¡como si Dios pudiera rehusar el perdón!” E impone esta manera de actuar a todo su clero.

Dios más allá de los sacramentos

Más innovadora aún es la actitud que adopta con ocasión de la toma de Constantine por las tropas francesas. El rey desea que se celebre un oficio por los muertos. ¡Muchos obispos de Francia se rehúsan, ya que estos soldados, posiblemente, no se encontraban en estado de gracia! Eugenio de Mazenod, por su parte, no esperó el llamado del rey para celebrar el servicio religioso: “Me complazco en confundirme en el océano de la misericordia de Dios…He ofrecido el santo sacrificio por todos los militares muertos en el campo de batalla, de todos los bandos. Dios es infinitamente misericordioso; a nadie corresponde medir, menos aún restringir su misericordia y fijar rumbos en cómo la emplee en la salvación de las almas, que su divino hijo Jesucristo rescató con su preciosa sangre.”

Y, en su carta de Cuaresma de 1844, proclama una teología muy audaz: “No es raro que la perfección de la contrición por la caridad haya valido el perdón del cielo, sin que el ministro del sacramento haya pronunciado la sentencia que justifique.”


Eugenio de Mazenod: un obispo constructor


Monseñor de Mazenod quería que su ciudad episcopal gozara de edificios religiosos dignos de la importancia de la ciudad. Nos remitimos, a este respecto, al excelente número 179 de la revista Marsella – Revista cultural. Es el único estudio serio, conocido, que se haya hecho sobre Eugenio de Mazenod, constructor de iglesias. Allí descubrimos el cuidado con que elegía a los arquitectos, supervisaba la elaboración de los planos y el avance de los trabajos, modificando lo que no le parecía conveniente. Para él, la iglesia “de piedra” debía ser un lugar de belleza, un lugar cargado de símbolos, un lugar de catequesis.

Dos monumentos de Mazenod, hoy día, dan forma al rostro de Marsella: la basílica de Nuestra Señora de la Guarda y la Catedral que los Marselleses llaman “Mayor.” Si bien no tuvo la suerte de ver terminadas estas obras, ya que murió antes de su término, es un hecho que las ideó tal como nos han llegado hoy día, casi en sus menores detalles.

La basílica de Nuestra Señora de la Guarda, gracias a una bella restauración, recuperó todo el esplendor primitivo: una belleza que corta el aliento, dicen algunos al entrar a la basílica superior.

En lo que se refiere a la Mayor, durante mucho tiempo fue de buen tono tratar con menosprecio este edificio del siglo XIX. Hoy día, se empieza a apreciar esta amplia y luminosa nave, descubrir el sentido simbólico de la fachada, donde los santos provenzales dan acceso al Jerusalén celestial y también, dejarse emocionar por la armonía del conjunto. Algunos, han tratado a Eugenio de Mazenod de bárbaro, por haber mandado demoler la nave de la antigua catedral romana para construir el edificio actual. ¿Acaso olvidamos que la mitad de la nave había sido demolida por los canónigos del siglo XVIII? También significa olvidar que Eugenio de Mazenod quería que la nueva catedral se ubicara en el eje de la Canebière, en lo alto del Puerto Antiguo. A pesar de la oposición del alcalde, no quedaba otra solución que demoler el resto de la nave para dar espacio suficiente a la catedral actual.

Por otra parte, además de la Guarda y la catedral, Eugenio de Mazenod construyó en su diócesis 22 nuevas iglesias y reparó otras 15. Erigió 27 nuevas parroquias, reconstruyó el Seminario Mayor, creó el Seminario Menor y la Escuela de Canto, sin olvidar numerosas escuelas parroquiales.


Eugenio de Mazenod y su clero


En su párrafo 28, Lumen Gentium realza la doble responsabilidad de los obispos en relación a sus sacerdotes “a quienes deben considerar sus colaboradores” y “por los que deben velar para que reine una íntima fraternidad”.

Estos dos ejes dominan la actitud de de san Eugenio en relación a su clero. Los sacerdotes son sus colaboradores, asociados a su tarea pastoral: “Es el clero quien será el complemento de mi misión cerca de mi rebaño. ¿Me veré favorecido en este aspecto? ¿Encontraré en él esta franca cooperación a la cual tengo derecho?”

Esta preocupación se vuelve a presentar treinta años más tarde, cuando dice a sus sacerdotes, en el ocaso de su vida: “Hijos míos, mis queridos cooperadores, que Dios les devuelva al céntuplo los consuelos inefables que ustedes me han brindado.”

Quiere que se establezca la fraternidad en el seno de su clero y pide que los párrocos y sus vicarios vivan en comunidad. La falta de comprensión al interior de su clero lo apena profundamente:“No quiero ahondar en el estado poco satisfactorio de la parroquia de Aubagne, en relación a la desavenencia que allí se da entre el párroco y los vicarios y, también, entre los vicarios mismos. Me encargaré seriamente de esto durante mi visita pastoral.”

Este deseo de que el clero de una misma parroquia viva junto no agrada a todos. Aún hoy día, una parte del clero marsellés le reprocha haber hecho de la vida una comuna, una condición sine qua non de la pastoral de una parroquia. Escribe lo siguiente a un párroco recalcitrante: “¡Si no hay vida en común, no hay vicario!”

Eugenio de Mazenod ama a sus sacerdotes y les escribe, tanto en su asunción al cargo como en su testamento : “Los sacerdotes de nuestra diócesis, cualquiera que sea su rango, encontrarán siempre en nosotros los sentimientos que siempre han estado buscando. Nuestro corazón estará siempre abierto para ellos. Compartiremos siempre todos sus dolores y todas sus alegrías… Será muy consolador para nosotros disminuir, si no podemos allanar por completo, todas las dificultades de su difícil ministerio.”

Pero, ¿encontró retribución y fue amado por su clero?

Los sacerdotes que no querían que les cambiaran sus hábitos y los que deseaban seguir su rutina, lo detestaron y, tanto unos como otros, se alegraron el día de su muerte.

Pero la mayoría, los que vivían el celo de la Buena Noticia, aquellos que amaban sus parroquias como un pastor a sus ovejas, éstos lo han adorado, a pesar de su carácter difícil y sus accesos de rabia. Cuando la tempestad se desencadenaba, agachaban el lomo y esperaban. Y el canónigo Caire agrega: “Luego, cuando se desahogaba, volvía la calma y Monseñor era el primero en pedir perdón y abrazarlos. Cuando uno lo conocía, sus rabietas ya no impresionaban a nadie.”

El padre Timon-David, que debió soportar, sin embargo, numerosas ráfagas de Mistral de parte del prelado, escribe en su diario íntimo, la noche de la muerte de Eugenio de Mazenod: “Acabo de escuchar la campana mayor de Nuestra Señora de la Guarda que nos trae la noticia de la muerte de Monseñor. Mi corazón está desconsolado y no he podido retener las lágrimas. Es una desgracia tremenda para todos nosotros, sus sacerdotes. Perdemos a nuestro amigo, nuestro protector y nuestro padre. Nunca nos hizo sentir su superioridad sino a través de sus buenas acciones.”


Eugenio de Mazenod y Roma


Eugenio de Mazenod es, definitivamente, un ultramontano, oponiéndose en esto a una parte de la Iglesia de Francia, que es galicana. Para él, el Papa es el sucesor de Pedro: esto no se discute y no puede ponerse en tela de juicio, bajo ningún punto de vista.

Esto ya venía de la época del seminario, en que toma resueltamente partido por Pio VII contra Napoleón I°. Llega, incluso, a no dejarse ordenar sacerdote por el cardenal Maury, “criatura del Emperador que no recibió la aprobación del Papa.”

No obstante, la fidelidad absoluta al sucesor de Pedro no le impide tener sentimientos humanos frente a la persona de diferentes papas que él conoció.

Estima mucho a León XII (1823-1829) y desea que los Oblatos guarden en “eterna memoria” a aquél que había aprobado la Congregación.

Sus relaciones fueron difíciles con Gregorio XVI (1831-1846), quien lo llamó al episcopado en 1832, pero luego no lo defendió contra los ataques de Luis Felipe, sobre todo cuando el rey le quitó la nacionalidad francesa, precisamente a causa de su fidelidad al Papa. “El Santo Padre pone en jaque mi obediencia al pedirme que abandone Francia. Pero creo que es mi deber acallar todo esto y obedecer la voz del Soberano Pontífice que me invita a partir inmediatamente. Lo haré a costa de mi honor. Pero el Santo Padre no se imagina el sacrificio que me pide. Obediencia que acarrea una gran desilusión para él: “Dejo todo y me abandono a la Divina Providencia. Quisiera agregar, a la benevolencia del Santo Padre, mas espero poco de su parte.”

Por el contrario, alimenta una admiración sin límites hacia Pio IX (1846-1878). Llega incluso a ofrecer Marsella como lugar de acogida al Papa cuando fue expulsado de Roma en 1848. Los dos hombres se escriben y se reúnen en múltiples ocasiones. Sin embargo, su relación sufrirá “un baño frío” cuando, por razones políticas el Papa posterga “para las calendas griegas” la elevación al cardenalato de Eugenio de Mazenod.

La fidelidad del obispo de Marsella se verá puesta a prueba con la condenación de Felicité de Lamennais, cuyas ideas no dejaban de atraerle. Cuando Lamennais, expulsado por el conjunto del episcopado francés parte a Roma para defenderse, pasa por Marsella. Eugenio de Mazenod le pide realizar conferencias en el seminario y en algunas iglesias. Le entrega cartas de recomendación para varios cardenales romanos.

Pero al dictarse la condenación papal, su posición es clara y se inclina: “Mis principios son simples: considerar la autoridad del jefe de la iglesia como mi regla.”

Pero, si bien Eugenio de Mazenod se aleja de los planteamientos de Lamennais, permanece fiel hasta el final a su amistad. Se niega a participar en una carta firmada por más de 50 obispos de Francia que piden su excomunión. Incluso llega a decir al historiador Henrion:”Sostengo que, a pesar de sus errores, nunca arrancó la fe de su alma.”

Cuando supo su muerte, lloró y rezó por el descanso de su alma.


Eugenio de Mazenod y la Virgen María


Eugenio de Mazenod, fundador de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, ama a la Virgen María, ésta es una evidencia sobre la que es inútil insistir. Sin embargo, es necesario señalar al respecto su asombrosa modernidad.

En primer lugar, dice que la devoción mariana no debe equivocar su objetivo. La carta que escribe con ocasión de la bendición de la nueva estatua de Nuestra Señora de la Guarda, es muy clara: “Vais a venerar a la Madre de Dios y orar ante su nueva estatua. Pero vuestra confianza debe subir al cielo y no permanecer en una imagen material, la cual no podría poseer una virtud en sí misma. No es la imagen la que puede satisfaceros, sino la Santísima Virgen misma, quien intercederá ante Dios, único principio y fin.”

En ningún caso María debe ocupar el lugar de Cristo. Ella es una criatura y no el Creador.

Ella conduce hasta Jesús, que es el fin último de todo culto. En sus visitas a las parroquias, reprende severamente el abuso que comprueba a ese respecto: “El párroco estaba encantado de mostrarme la magnificencia del trono de la Santísima Virgen, en el mes de mayo, con la imagen de María puesta en el altar donde descansa la eucaristía. No creo que esto sea aceptable. Inconscientemente, el culto externo tributado a la Santísima virgen, sobrepasa al que se concede a Nuestro Señor…Estoy en contra de ello y no permitiré que continúe.”

Su espiritualidad, muy cristo-céntrica ligada a su descubrimiento de la cruz de Cristo, nos muestra que también este ámbito anuncia la posición del Concilio Vaticano II, que pone el texto sobre María en la Constitución sobre la Iglesia. Con ocasión de su participación en la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, en noviembre y diciembre de 1854, en Roma, sorprende al afirmar que para él, este dogma no es mariano sino cristológico y, por ello, es importante su proclamación: “Al proclamarse la Inmaculada Concepción de la Virgen María se proclama el triunfo de la salvación anunciado por la Cruz de Cristo, cuya primera beneficiaria es María.”


Conclusión


¿Existirá algún obispo que no adhiera a estas líneas que resumen su programa episcopal?

Quisiera ser un buen obispo. Quisiera, desde el comienzo de mi episcopado, desempeñar dignamente todos mis deberes. Quisiera en una palabra, junto con trabajar por la santificación de mis ovejas, santificarme yo mismo en un grado eminente de perfección, como lo exige lo elevado de mi condición y su eminente dignidad.”

Este programa puede resumirse en: “Ser obispo, ¡es realizar la obra de un evangelizador!”

Pero él entiende que este programa debe ser también el de todos los bautizados, que son sus colaboradores y emplea el lenguaje de los padres de la iglesia para decírselos: “Llamamos a todos vosotros, queridos hermanos, a cooperar en la obra divina que nos ha sido confiada. Si nos secundáis, como esperamos…seréis ejemplo de edificación para vuestros hermanos, que seguirán vuestras huellas, de consuelo para vuestro padre en Jesucristo, el que sólo respira por vuestra felicidad y de complacencia para Dios que os bendecirá.”

 

Bernard DULLIER, omi
Lyon, 21 de Noviembre de 2007.

 

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