Cuando vienen los lobos: Una reseña biográfica
La vida misionera de un sacerdote oblato en México, 1963-2007
Francis Theodore Pfeifer, o.m.i.
(Nota de la redacción: Este número de la Documentación OMI presenta extractos de la autobiografía de un Oblato de los Estados Unidos, que trabajó durante numerosos años en México. Retomando las palabras del padre Pfeifer, deseamos también nosotros, “agradecer a J.Michael Parker, director de comunicaciones de la Facultad oblata de teología de San Antonio, anteriormente y durante mucho tiempo cronista religioso del San Antonio Express News, por sus reportajes sobre el trabajo misionero y por haber respaldado la presentación del manuscrito de esta reseña”.)
“
Yo soy el buen pastor: el buen pastor da su vida por sus ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye y el lobo hace presa en ellas y las dispersa, porque es asalariado y no le importan nada las ovejas. Yo soy el buen pastor, conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas” (Jn 10, 11-15).
Introducción
La parábola del Buen Pastor, en el evangelio de Juan, es muy conocida. Es una lección apropiada para cada joven ministro del Evangelio. Esta autobiografía relata la preparación, la decisión y el compromiso de vida de un pobre Tejano al poner esta lección en práctica, de una manera radical, poniéndose al servicio de un pueblo perdido en las montañas, olvidado por el mundo: los pobres. Es el mismo carisma que ha marcado a los religiosos de su Congregación Misioneros Oblatos de María Inmaculada, desde que fue fundada por san Eugenio de Mazenod, en 1816.
Fue con toda justicia que en 1938, el papa Pío XI daba a los Oblatos una muestra de gran respeto designándolos como especialistas en las misiones más difíciles. Además de los votos habituales de pobreza, de castidad y de obediencia, los Oblatos hacen un cuarto, heredado de su Fundador:
Pariter iureiurando voveo ad mortem usque perseveraturum (hago también el voto de perseverar hasta la muerte).
A comienzos de los años ‘80, el padre Theodore Pfeifer, o.m.i., conocido en México con el nombre de Padre Francisco, no era ajeno a las misiones difíciles, ya que había trabajado durante quince años con aborígenes de Oaxaca, al sur de México. Estos sólo conocían la miseria y muy poco de las comodidades de la vida moderna del primer mundo. Fue entonces cuando los carteles de la droga llegaron hasta donde vivían los Chontales (Mayas de Yucatán) y los Zapotecas de Oaxaca, trayendo con ellos la violencia, el terror e, incluso, la muerte. Cuando más de ciento cincuenta familias fueron aniquiladas por el asesinato sin piedad de sus seres queridos, se convirtieron, definitivamente, en los compañeros cercanos del padre Francisco.
El padre Francisco no se limitaba a predicar sobre el bien y el mal; hablaba abiertamente y en términos muy duros y precisos sobre el mal que se extendía alrededor de él. Es por esto que estaba condenado a morir. A pesar del miedo, continuó defendiendo a su gente, nutriéndose de la parábola del Buen Pastor y negándose a abandonarlos. Sabía que no podía escapar a las dificultades. Se preguntaba por qué él merecería ponerse a resguardo, mientras que ellos no tenían ningún modo de hacerlo.
Finalmente, fue un accidente vascular cerebral sufrido en el otoño de 2007, que obligó al padre Theodore a abandonar México para volver a San Antonio, Texas, donde había recibido su formación sacerdotal, alrededor de cincuenta años antes.
La historia de su vida viene a sumarse a numerosos oblatos, desde los tiempos de la llegada de los pioneros al sur de Texas, que han formado lo que se ha denominado
La Caballería de Cristo, yendo a proclamar el Evangelio a aquellos lugares lejanos, donde los otros no podían o no se atrevían a ir. Es su contribución a esta sagrada herencia.
J. Michael Parker
Julio de 2008
Los inicios de mi vida misionera
En diciembre de 1962, una breve carta me llegaba del Provincial. Escrita en latín, me instaba a dirigirme a la misión de Tehuantepec, en el estado de Oaxaca, en México, en enero de 1963. Estaba a tal punto inmerso en el ministerio de la parroquia de La Sagrada Familia (en Corpus Christi, Texas), que casi había olvidado que me había ofrecido como voluntario para las misiones de México.
Tehuantepec es un istmo de 193 kilómetros de ancho, en el estado de Oaxaca, extremo sur de México. Separa la bahía de Campeche, en el golfo de México, al norte, del golfo de Tehuantepec, en el océano Pacífico, al sur. El istmo marca la distancia más corta entre el golfo de México y el Pacífico. Pero estos 193 kilómetros comprenden las montañas de la Sierra Madre occidental, una región alejada, aislada y habitada por diversa tribus autóctonas y sembrada de misiones establecidas por lo Padres Dominicos, en el siglo XVIII. A mi llegada, la mayoría de los lugares sólo eran accesibles para vehículos con doble tracción, por caminos rudimentarios y, a veces, sólo para caballos.
En aquellos días, la diócesis de Tehuantepec en total contaba con sólo quince sacerdotes. Más tarde, se dividiría en dos nuevas diócesis. En 1938, el deseo de los oblatos de emprender grandes desafíos, había ya motivado a la Santa Sede a concederle esta preciosa muestra de reconocimiento, que hasta hoy día aceptamos con orgullo, como “especialistas en la misiones más difíciles”.
Huamelula contaba con cuarenta o cincuenta misiones. Nuestra misión estaba constituida por dos parroquias, cada una de ellas a cargo de varias misiones particulares. Si uno puede llamar carretera a lo que no es más que un camino, podemos decir que existía una que unía Salina Cruz y Huamelula. Había que felicitarse si se lograba hacer el trayecto en diez horas, en temporada seca.
Pero con la llegada de las lluvias, ya no se trataba de hacer este trayecto en un tiempo adecuado: teníamos suerte si podíamos pasar, incluso con un vehículo de doble tracción. A veces, el viaje demoraba dos días. En 1963, Huamelula contaba con sólo una pista para este tipo de vehículos. Cuando los camiones se encontraban en direcciones opuestas, no podían pasar. En aquella época, cuando llegaba un camión a un pueblo, el sonido del motor hacía salir a mucha gente de sus casas. Los jóvenes saltaban sobre los camiones en marcha, lo que no facilitaba la tarea de los conductores. Algunos de ellos tocaban la bocina para señalar su llegada o su partida.
Huamelula es una plantación de caña de azúcar y de maíz. Las lluvias de primavera son muy importantes para la cosecha. Sólo permanecí en este lugar un año y debo admitir que, en tan corto tiempo, no fue mucho lo que pude aprender.
El viaje de ocho horas de Huamelula a Salina Cruz costaba ocho pesos. Con buen tiempo, demoraba siete horas, con calor y mucho polvo, además en una ruta llena de baches. El jeep estaba cargado de pollos, pescados, flores, ropas y muchísimas otras cosas. Los que no podían pagar tenían que caminar. A veces, había que disponer de un día y medio; sólo a finales de los ‘90, se construyó la carretera.
Hoy día, autobuses, camiones y automóviles de diferentes tamaños pueden hacer el trayecto en un tiempo más corto. La construcción de puentes permite viajar durante todo el año. De más, está decir que la llegada o la partida de un camión, ya no es objeto de la curiosidad de la gente.
El ministerio sacerdotal ha experimentado cambios. Los sacerdotes se desplazan rápidamente de un pueblo a otro. Para algunos, no es raro celebrar seis misas el mismo día, en diferentes lugares y, sin embargo, haber dejado su casa por la mañana y volver a dormir en la noche.
Tequixistlán
A continuación, me destinaron a Tequixistlán. En diciembre de 1963, estaba pasando diez o doce días en la montaña. Con gran sorpresa mía, al abandonar las últimas aldeas el 23 de diciembre, recibí un telegrama de mi superior, el padre William Nash, o.m.i., quien me ordenaba dirigirme a mi nuevo cargo en Tequixistlán, Tehuantepec, Oaxaca, para el día de Navidad.
Lo único que pude hacer fue abandonar Huamelula el 1° de enero de 1964. En camino a Salina Cruz, celebré misa, escuché confesiones y pasé la noche en una aldea. Al día siguiente, en la mañana, después de la misa, partí en jeep a Salina Cruz. El padre Georges Laliberté me condujo a mi nueva parroquia.
Tequixistlán es muy diferente a Huamelula. Los Padres Dominicos fundaron esta parroquia en 1700, a la llegada de los españoles a México. Los Oblatos la heredaron hacia 1960. El primer párroco, el padre Joseph Mosel, o.m.i., experimentó dificultades en aquella época. La gente, talvez, no había comprendido lo que el nuevo cura estadounidense quería hacer, al construir una nueva casa. De más, está decir que se encontró con numerosas dificultades. El padre Richard Philion, o.m.i., vino en 1963 a ayudar al padre Mosel. Lo reemplazó en 1964 y se quedó en Tequixistlán hasta 1969.
Atendimos esta parroquia y otras dos, teniendo cada una alrededor de treinta y cinco capillas, la mayoría en las montañas, sin ruta de acceso. Nos trasladábamos en mula o a caballo. En cada lugar, hacíamos una visita de un día. Además de las fiestas propias de cada ciudad o pueblo, tratábamos de mantener contacto con cada uno de esos lugares.
Las reuniones con los demás Oblatos y otros sacerdotes se realizaban, generalmente, una vez al mes. En la estación de las lluvias, sucedió que muchas veces no pudimos hacer el largo viaje. Un año, pasé cuarenta días en la montaña sin haber visto a otro sacerdote. La mayor parte del tiempo, no había comunicación entre nosotros. Considerábamos una gran ventaja contar con un viejo teléfono durante algún tiempo. Este teléfono nos comunicaba con San Carlos Yautepec, pero era una antigüedad de la Segunda Guerra mundial. La mayor parte del tiempo, la línea se interrumpía, poniendo fin a la comunicación. Para enviar a alguien a pie hasta San Carlos, se necesitaba un día completo. Con esto quiero decir que estábamos bastante aislados.
Algunos viernes en la tarde, teníamos clases de religión para los niños. Estas clases se llamaban
doctrina. En la camioneta, transportaba a los niños de Las Majadas a El Camarón, donde debían juntarse con otro grupo de niños.
Una tarde, después de clase, yo volvía a Las Majadas con diez o doce niños en la carrocería descubierta. En Las Majadas, se bajaron. Allí esperaba un hombre con tres o cuatro fardos de maíz seco. Sin decir una palabra, se puso a cargar la camioneta con sacos de maíz. No me gustó que cargara el vehículo sin preguntarme. No sabía hasta donde iba. No estaba de buen humor. Bajando de la camioneta, le digo al hombre: “Por favor baja este saco de la camioneta, ni siquiera has pedido permiso”. El hombre contestó: “Pero Padre, es un regalo para sus caballos”. En efecto, yo tenía dos caballos. Ese día aprendí mi lección. Pedí perdón al hombre junto con tomar conciencia que no debía juzgar tan rápidamente. Tendría algo más que decir en mi próxima confesión.
Cuando llegué a Tehuantepec, el concilio Vaticano Segundo ya había provocado cambios en otras partes del mundo, pero éstos apenas comenzaban en esta parte de México.
En nuestro ministerio, recibíamos ayuda de varios hombres y mujeres comprometidos a quienes llamábamos catequistas. Asumían la responsabilidad de educar a los otros en la fe católica y prepararlos para el bautismo, primera comunión y confirmación.
Tequixistlán es una comuna habitada principalmente por familias pobres. Tiene un gobierno y un presidente. A mi llegada a la región en 1964, no había médico ni sacerdote de tiempo completo. El padre Richard Philion y yo hacíamos lo posible por ayudar a la gente. Algunos enfermos eran trasladados al hospital de Salina Cruz, pero, a veces, alguien moría en el trayecto o al llegar, lo que acarreaba muchos problemas. Si alguien muere en el hospital, su cuerpo debe llevarse a la comuna, donde se obtiene autorización para devolverlo a su pueblo. En primer lugar, es necesario comprar un ataúd. Enseguida, la familia debe dirigirse a la comuna y allí enfrentar grandes gastos para lograr permiso de transporte del cuerpo fuera de la ciudad. No existía la posibilidad de embalsamar. Imaginemos con qué rapidez había que trasladar el cuerpo, debido al intenso calor del istmo de Tehuantepec. Por falta de dinero, a menudo los pobres se veían obligados a abandonar el cuerpo de su querido difunto ¿Qué otra cosa podían hacer?
Era corriente retirar a una persona muy enferma del hospital para permitirle morir en su casa, evitando la comuna. El problema era encontrar a alguien que tuviera una camioneta para llevarlo a su pueblo de origen. Fue aquí donde emprendí un nuevo e importante ministerio pastoral y también una prescripción de la Escritura, enterrar a los muertos. Yo me convertí en “caballero de la noche”. En muchas oportunidades, para ayudar a personas muy pobres, transporté cadáveres en la carrocería de la camioneta, con un pariente del difunto que sostenía el cuerpo como si se tratara de una persona dormida. A veces, otro sacerdote me acompañaba, pero la mayor parte del tiempo conducía solo.
Quiechapa
En 1969, me nombraron párroco de San Pedro Mártir en Quiechapa y Yautepec, Oaxaca. La parroquia está situada en lo alto de la montaña y posee dieciséis capillas. El pueblo de los Chontales es muy humilde.
La historia de los dominicos menciona, en el siglo XVII, que la población de Quiechapa es muy dócil. El pueblo era llamado el París de la región. Allí se pueden encontrar frutas como duraznos y manzanas. La alimentación es a base de frijoles y maíz. Existen animales como caballos, burros, mulas y aves de corral. La región está situada alrededor de 1800 metros sobre el nivel del mar y el clima es muy frío. Las casas no tienen ventanas para protegerse del intenso frío en los meses de invierno. En los años ‘60, la mayoría de las casas eran de adobe, con techos de follaje de árbol. El fuego siempre era una amenaza. No hubo electricidad hasta mediados de los ‘70.
Había abundante lluvia entre junio y octubre. Una de las mayores bendiciones de Quiechapa es la abundancia de agua, esa agua fría de las montañas regaba sin cesar el pueblo, de lo cual la gente se sentía muy orgullosa. La gente tiene gran cariño a su iglesia y es muy diferente a la población de las tierras bajas. Los hombres de la parroquia asisten a misa en gran cantidad.
Durante los años que pasé en Tequixistlán, mi hermano Michael estudiaba en el escolasticado De Mazenod (hoy día Facultad oblata de teología), en San Antonio. Él pasó algún tiempo conmigo. Después de su ordenación, el 21 de diciembre de 1964, vino a México; fue una gran bendición a causa de toda la ayuda que trajo para las misiones.
Más tarde, de 1981 a 1985, el padre Michael fue provincial de la Provincia del Sur y de México. El 26 de julio de 1985, fue consagrado obispo, convirtiéndose en el primer obispo oblato consagrado en Estados Unidos. Al momento de escribir esta reseña, lleva 26 años como obispo de San Angelo, Texas. Monseñor Michael Pfeifer tiene gran estima por la provincia de México y sus misiones.
La llegada del Vaticano II a Quiechapa
En la misión de San Pedro Mártir, Quiechapa, el Vaticano II estaba en marcha. Desde mi llegada, mandamos a seis catequistas a uno de los pueblos más grandes para ayudar a la formación de catequistas. Eran cuatro mujeres y dos hombres, que debían colaborar en la preparación de la gente para los cambios de la liturgia hacia el español. Yo esperaba dirigirme a este pueblo dos semanas después y pasar mi jornada celebrando misas, bautismos, matrimonios y confesiones. Al mismo tiempo, visitaría el pueblo buscando catequistas.
A mi llegada, muchas personas estaban enfermas, incluyendo la mayoría de los catequistas. Durante mi estadía, alrededor de veintiocho personas murieron, entre ellas niños de doce a catorce años. En aquella época, no se vacunaba a los niños. No había ni médicos ni remedios. Hice lo que pude. Mandé a buscar a Quiechapa una caja de doscientos comprimidos de terramicina y aspirinas. Pasaba los días cuidando a los enfermos y enterrando a los muertos. Me convertí en el médico de las aldeas.
Un día, mientras algunos enterraban a los muertos, el presidente y una comisión de hombres vinieron a verme. Querían saber si, de alguna manera, era pecado enterrar más de una persona en la misma fosa. Después de haberles explicado y asegurado que no era pecado y que nada les iba a pasar, empezaron a enterrar hasta tres personas en las fosas ya utilizadas. No se contaba con ataúdes, por lo que se envolvían los cuerpos en hojas de palma.
Poco a poco, los catequistas recobraron la salud. Una vez mejor, volvían a sus casas con la intención de regresar otro día. Celebramos una misa para pedir a Dios que nos bendijera a todos. El día de mi partida, la gente estaba muy agradecida. Interpretaron música y me preguntaron cuándo volvería. Volvimos otro día y muchas otras veces, tanto a ese pueblo como a otras comunidades, para proseguir el trabajo. Gracias a los fondos que mi hermano y el padre Gustavo Petru habían enviado, pudimos adquirir más medicamentos, lo que no podría haberse hecho sin su ayuda.
Di a conocer a los encargados de salud de Salina Cruz el número de niños que habían muerto. Nos dieron las vacunas para los niños que habíamos pedido, las que transportamos durante días, cuidando que permanecieran en frío, ya que las vacunas son inútiles si se exponen al calor. Como el hielo siempre es problemático, nos trasladábamos lo más rápido posible a caballo para entregar las vacunas. Hace alrededor de cuarenta años de todo esto. Gracias a Dios, las condiciones de vida han mejorado mucho desde entonces. Durante varios meses, trabajaron con nosotros dos enfermeras.
En 1970, tuvimos durante un año a una joven médico, Yolanda Cruz Alcázar, de Oaxaca, recién salida de la escuela de medicina. Su remuneración estaba a cargo de los Oblatos. Trabajó con la gente del pueblo, atendiendo a los enfermos y formando ayudantes. Aprendí mucho de la doctora Yolanda. Después de un año, volvió a los estudios para convertirse en anestesista.
Años más tarde, era profesora de la escuela de medicina. Durante varios años le envié pacientes, a quienes trataba ella misma o derivaba a otros médicos, todo esto en forma gratuita. La doctora Yolanda sabía lo que era la pobreza. Yo la he bendecido y agradecido en forma constante. A veces, durante sus vacaciones, venía a atender a los enfermos de Quiechapa, siempre en forma gratuita. En 1972, construimos una pequeña clínica de seis piezas y un baño. Además de atender a los enfermos de todos los pueblos, trajimos al mundo a centenares de niños, de los cuales hay varios que ya llegan a los cuarenta.
Ayudamos a instalar electricidad y mejorar los caminos. El gobierno había prometido proporcionar energía eléctrica si la gente de Quiechapa cavaba los hoyos para los postes. El gobierno entregó los materiales, incluidos enormes rollos de alambre que se desenrollaban hasta lo alto de la montaña, como también dinamita para hacer las perforaciones. Transporté las cajas de dinamita en la carrocería de la camioneta. Hoy día, no se puede obtener dinamita de esta manera; sólo el gobierno tiene acceso a ella.
El día del misionero estaba ocupado por muchas actividades: misas, confesiones, bautismos y visitas a los enfermos. El tiempo de encuentro es importante para los catequistas y siempre hay dificultades. En el pasado, podía durar dos días, los enfermos necesitaban remedios y había niños que traer al mundo, todo esto sin electricidad; sólo teníamos velas o linternas para iluminarnos. El suelo sucio a veces estaba cubierto de papel. Las mujeres son muy pacientes; ellas sufren pero no muestran mucho su dolor. La vida era muy difícil para ellas.
Un día, pedimos a tres hombres catequistas que tomaran parte en un encuentro con otros catequistas de la diócesis. Era necesario un día de camino hasta el lugar de las reuniones y otro para la vuelta. Los otros días transcurrirían estudiando con el obispo y los otros catequistas. Era el mes de junio, en la época en que todos se preparan para sembrar maíz. Los primeros días de junio eran el momento propicio.
Me sorprendió ver que los hombres se dirigían a la reunión aunque perderían las primeras siembras de maíz. No dijeron nada, más tarde supe que había llovido. Los catequistas se habían puesto de acuerdo con otros para que sembraran en su ausencia. Gracias a Dios, hubo bastante lluvia para que los otros sembraran su maíz. Este maíz bendito sería su sostén durante los duros meses sucesivos. Había gente que sembraba para los más pobres y los más enfermos. Estos gestos de caridad me han hecho reflexionar sobre mi propia vida. El Señor nos habla de muchas maneras.
En otra ocasión, una familia había sido escogida para la fiesta patronal de la parroquia, días antes un incendio terrible se produjo en su casa. Varios hombres y mujeres se encargaron de reparar la casa trabajando día y noche, llegando incluso a pintarla. Con gran alivio de la familia, la casa estaba lista para celebrar la fiesta y recibir a los demás para comer. Entonces era una época de paz y tranquilidad en Quiechapa.
Los problemas suben hacia las montañas
Sin embargo, pronto esta situación iba a cambiar. Se anunciaban dificultades aunque no iban a llegar de una sola vez.
A comienzos de los ‘80, los carteles de la droga se desplazaron del norte de México hasta los valles alejados, en el estado de Oaxaca. La gente era tentada a cooperar con los señores de la droga. Generalmente, los Zapotecas y los Chontales de Quiechapa cultivan el alimento suficiente para sobrevivir. Tienen muy poco que vender en el mercado e incluso, si ellos hubiesen tenido mucho, el mercado estaba tan lejos que hubiesen necesitado un medio de transporte, lo que no era fácilmente accesible. No tienen dinero para comprar alimento, ropa o medicamentos. Cultivando marihuana, ganarían diez veces lo que les reportan el maíz y los frijoles y con mucho menos trabajo.
Los Amerindios no sabían nada acerca del daño que el tráfico de droga causaba en otras partes. Incluso México era para ellos una ciudad lejana. Eran ellos quienes corrían todos los riesgos del cultivo de la amapola y la marihuana. Las plantas crecían en su territorio, de manera que si el gobierno quemara la marihuana, no podrían cultivar otra cosa, irían a prisión y no podrían alimentar a su familia.
Visitantes extraños a nuestros pueblos comenzaron a venir, sobre todo de noche. Avionetas sobrevolaban diariamente la región. En la noche, las luces se apagaban. Ahora se veían llegar camiones nunca antes vistos en el lugar. Hicieron aparición las metralletas, embaladas en cajas y transportadas en carretas. Pregunté a algunos hombres para qué servían esas armas y ellos no me respondieron. Sabían que no podía ser para nada bueno.
Fue entonces cuando los problemas se iniciaron. Hubo asesinatos. Poco a poco se hizo evidente lo que estaba pasando. Al comienzo, muchos no sabían para qué se cultivaba la amapola, pero pronto comprendieron por qué los aviones estaban en la región. Estábamos en una ruta de contrabando de la droga. La marihuana puede crecer en cualquier parte, pero la amapola requiere un clima frío. El de las montañas de Tehuantepec es perfecto para el cultivo de la amapola, de la que se extrae la heroína.
Algunos hombres me contaron que los campos de maíz habían sido tomados para cultivar plantas que tenían por objeto hacer heroína. Sin su consentimiento, le sacaban agua. El mensaje era muy claro: si sucediera algo a la plantas de amapola, estos hombres serían considerados como responsables. Sabían muy bien lo que esto significaba: podían ser asesinados.
Durante algunos años, cinco seminaristas y un padre oblato del seminario Saint Anthony de San Antonio venían durante las vacaciones de primavera, a pasar tres semanas en las misiones. La mayor parte del tiempo, trabajaban en Quiechapa. A comienzos de febrero del ‘82, justo antes del inicio de cuaresma, cinco de los mayores vinieron en compañía del padre Joseph Lazor, o.m.i. Recorrimos en camioneta el camino que va de Salina Cruz a Quiechapa.
Con buen tiempo, el viaje dura ocho horas. Ese día parecía que el viaje sería normal; íbamos a buen ritmo en las montañas. Alrededor de las 14 horas, a mitad de viaje en el camino angosto que sube hasta una altura de mil ochocientos metros, nos encontramos con un camión cargado con diez o doce toneladas de troncos recién cortados.
El camión se detuvo y tres mujeres bajaron de la pila de troncos para hablarnos. Las reconocí. Nerviosamente, me dijeron que en su pueblo, Santo Tomás Yautepec, una familia con niños pequeños era el blanco de tiradores, que amenazaban quemar su casa con la familia dentro.
Estaba choqueado y dije a las mujeres que siguieran el viaje en el camión y que advirtieran a las autoridades civiles de San Carlos. Las dejamos para proseguir nuestra subida; alrededor de media hora después, nos encontramos con otro camión cargado de troncos y también con mujeres que viajaban encima. Al igual que la primera vez, las mujeres me hablaron de la familia sobre la que habían disparado, amenazando con quemar su cabaña. De nuevo les dije que continuaran el viaje en camión e informaran a las autoridades de San Carlos. Ellas subieron al camión y proseguimos nuestra ascensión. Me sentía desorientado, conmovido y asustado. No dije nada al padre Lazor ni a los muchachos, que viajaban en la parte trasera de la camioneta.
Mi primer pensamiento fue decir: “No te mezcles en esta situación peligrosa”. Sabía que ciertas familias habían sido quemadas vivas en sus casas. Eran las tres de la tarde y todavía nos quedaba una hora de subida. Finalmente, llegamos a un cruce de caminos, uno iba hacia Quiechapa y el otro a Santo Tomás Yautepec.
Conté al padre Lazor lo que sucedía y le dije que yo debía ir a Santo Tomás Yautepec. Pedí a los cinco seminaristas que bajaran de la camioneta y nos esperaran bajo un árbol. El padre Lazor había decidido venir conmigo, aunque le había advertido que podía ser muy peligroso. También dije a los seminaristas que, si no habíamos vuelto antes de la noche, deberían bajar por un sendero hacia la aldea y decir a la gente que ellos venían con el padre, explicándoles lo que pasaba.
Al advertir al padre Lazor del peligro, le pedí que escuchara mi confesión y recé: “Ten piedad de mi, Señor y perdona todos mis pecados. Perdóname por todas las veces en que he sido desconsiderado con los demás. Perdona las faltas de mi vida pasada”. El padre Lazor me dio la absolución y me encomendé a Dios y a la Virgen.
Viajamos alrededor de cuarenta minutos hacia la cima de la montaña, antes de bajar hacia el pueblo. A cinco quilómetros de Santo Tomás, un grupo de leñadores nos dijeron que habían escuchado balazos abajo, en el pueblo. Les pregunté si alguno de ellos me acompañaría hasta el pueblo, pero me dijeron que no podían ir. No eran de la región y no querían verse involucrados. Sólo estaban allí para trabajar.
Les dije que el padre Lazor y yo bajábamos hacia Santo Tomás, dijeron que se hacía tarde y que querían partir. Eran alrededor de las 16 horas y, en nuestras montañas, se oscurecería muy temprano. Bajamos solos al pueblo. Al llegar, no encontramos a nadie fuera de sus casas. Me invadió el miedo, sabía que la gente se escondía en sus casas y no saldrían por miedo, las mujeres que habíamos encontrado en el camino nos dijeron que la familia que había sido tomada como blanco, vivía en la primera casa a la derecha, a la entrada del pueblo; conduje lentamente y me detuve cerca de la puerta de la casa. No se veía nadie.
La pobre casa de adobe no tenía ventanas y su única puerta estaba cerrada. Cuando caminaba hacia ella, la puerta se abrió lentamente. Apareció un hombre en el medio y me llamó: “Padre, Padre, rápido, rápido”. Yo estaba a su lado cuando violentos balazos me alcanzaron, casi me hirieron. Caí de espalda al interior de la casa. Me precipité adentro con él.
Dos adolescentes habían sido alcanzados y sangraban, uno en el rostro y el otro en el pecho. La madre y los cinco hijos pequeños pedían a gritos ayuda. Me sentía aterrorizado. Me deslicé y caí sobre la sangre húmeda del piso sucio. No sabía que hacer. La madre y los niños estaban cerca de mí y gritaban. “¡Van a matarnos a todos! ¡Van a quemarnos!” Apenas podía creer lo que estaba pasando. Sabía que si salía, me abatirían. No tenía elección. Me liberé de los que me retenían y salí.
Mis rodillas temblaban a tal punto que apenas podía permanecer de pie. Fui hacia el lado del conductor, de donde los balazos habían partido, manteniendo las manos en alto. No podía ver a las personas que se ocultaban detrás de las rocas. Les grité: “En nombre de Dios y de la Santísima Virgen, soy un sacerdote y no les deseo ningún mal. En el interior, hay personas sangrando. En nombre de Dios, no disparen. En nombre de Dios, no disparen”. Estaba fuera de mí, no sabía qué hacer. Era necesario dar media vuelta con la camioneta. Al subir al vehículo, traté de poner el motor en marcha: trabajo perdido. No es posible, pensé, no puede ser verdad. Gracias a Dios la camioneta estaba en una pendiente suave. Descendiendo algunos metros, el motor funcionó. Extendimos una gran frazada sobre el piso del vehículo, al lado derecho.
Transportamos a la madre y a los aterrorizados niños, todos llorando. Luego instalamos a los tres hombres que sangraban mucho. Me horrorizaba la idea que nos dispararan. Temía que, al partir, aquellos hombres saltaran a la carrocería y continuaran disparando sobre las víctimas. Grité al padre Lazor que subiera a la cabina y partiera. Fue lo que hizo, mientras yo me quedaba en la parte de atrás. Todavía estaba convencido que nos dispararían, pero el Señor no lo permitió. La Santa Madre de Dios redoblaba sus esfuerzos.
Subimos por el camino, eran pasadas las 17 horas y los obreros ya estaban en sus camiones listos para partir. El piso de la camioneta estaba bañado en sangre; había tratado de detener la hemorragia con la gasa que teníamos en la camioneta. Los hombres heridos y la familia fueron trasladados al camión más grande. Cuando llegamos al cruce de camino, los camiones se detuvieron y di la unción de los enfermos a los hombres heridos. El padre murió antes de llegar a San Carlos. Al día siguiente, los dos muchachos fueron llevados al hospital de Oaxaca, donde fueron operados. Se curaron y con el tiempo se incorporaron al ejército mexicano.
Entre tanto, encontramos a los seminaristas donde los habíamos dejado. Se asustaron mucho al ver la sangre de las víctimas. Nos dirigimos a la parroquia. Después de dos días de descanso, el padre Lazor y los seminaristas fueron conducidos a uno de los pueblos para comenzar su trabajo. Tres días más tarde, fui convocado a San Carlos Yautepec, ante el procurador del distrito, para hacer una declaración sobre el tiroteo. Pensaba que él quería tener un informe sobre los balazos y los heridos, pero nunca trataron de enviar a nadie para ayudarnos a proteger a esta familia.
Les relaté lo que había hecho y luego volví a la misión de Quiechapa. Durante tres o cuatro días, funcioné gracia a la adrenalina. Cuando esta disminuyó, me puse nervioso e irritable. Me arrepiento de la manera en que traté a los otros. Mis palabras eran duras, mis nervios estaban alterados. Esta no era mi manera de ser. Estaba reaccionando al tiroteo y a lo que había sucedido. Lo que verdaderamente me ayudó en la montaña fue la oración. Hasta este momento, nunca en mi vida había rezado tanto.
Los asesinatos y la droga continuaron. Las familias estaban advertidas de no intervenir en las plantaciones de marihuana y amapola en sus tierras. En la noche, gente solitaria venía a contarme lo que pasaba. El recientemente elegido responsable de las tierras que pertenecían a la aldea de Quiechapa vino a verme una noche. Me informó que había dicho a algunos señores de la droga que no podían sembrar en las tierras que pertenecían al pueblo. Dijo que iba a visitar a los funcionarios de Oaxaca para informarles de la decisión que había tomado. Cuando volvió de Oaxaca, vino una noche para pedirme ayuda, allí le habían dicho que fuera muy prudente.
Poco después, alrededor de las 23 horas, llegó un camión al pueblo. Venían a ver al encargado de la vigilancia de los terrenos. Los hombres del camión le dijeron que el sacerdote quería verlo. Salió con ellos y la gente del pueblo no oyó hablar de el durante dos días. Luego, se supo que lo habían llevado a otro pueblo, torturado y asesinado. Su mujer, embarazada de siete meses, vino a contarme lo que había pasado. Debido al miedo, unas pocas personas solamente fueron a buscar el cuerpo. Dos meses más tarde, yo ayudaba a traer al mundo al bebé que era el número trece. Esta mujer, en adelante, tendría que encargarse de todos sus hijos ya que su marido había sido asesinado.
Otra vez, dieciséis niños que terminaban su sexto año escolar debían ir a tomarse fotografías, acompañados de seis de sus padres. Tenían que caminar cinco horas antes de subir a un camión que los llevaría, demorando dos horas más, por la carretera principal a El Camarón. Éste era el lugar más próximo donde se tomaban fotografías. Los niños tenían entre doce y catorce años. Era necesario un día para la ida y otro para la vuelta.
Cuando volvían a Quiechapa, después de almuerzo, les dispararon varias veces. Algunos cayeron y otros corrieron a esconderse entre los matorrales. Los disparos venían desde muy cerca, de arriba. Cuando volvieron a sus casas, la mayoría de ellos vinieron a atenderse a la clínica por rasguños y cortes hechos por los matorrales. Pregunté a sus padres quién había hecho esto, me dijeron que estaban muy lejos y no habían podido verlos. Interrogué a varios de los niños y conocían a aquellos que les habían disparado. Era gente implicada en el cultivo de la droga, que estaba enojada porque el ejército había destruido su droga. Este tiroteo serviría de advertencia. La gente tenía miedo de viajar y de salir en la noche. El paso de camiones cargados de droga formaba parte de la vida cotidiana. Cada día aterrizaban aviones con armas y partían con droga. Continuaban los asesinatos frecuentes de personas inocentes.
En una oportunidad, un hombre y su hermano eran buscados por el cartel de la droga. Su mujer y sus cinco hijos habían abandonado su hogar de La Baeza, en la montaña, para esconderse en El Camarón, que queda en la carretera Panamericana. Yo conocía a esta familia, ya que había bautizado a todos sus hijos; incluso había comido alguna vez en su humilde hogar de La Baeza. Una tarde, los niños estaban solos en la casa de El Camarón. Seis malvados asesinos, armados de metralletas, fuero a buscar al padre y su hermano. Al no encontrarlos, mataron a los niños. Cuatro de ellos fueron acribillados; el bebé, que dormía en un canasto, en un rincón de la pieza, no fue visto, siendo el único sobreviviente.
La ironía de esta matanza es que la mujer de uno de los asesinos estaba en la clínica dando a luz a una criatura. Este mismo asesino era culpable de la muerte de diecinueve hombres.
Empecé a hacer una lista de los asesinados. Las familias me daban los nombres y las fechas de las muertes; a menudo, también, los nombres de los responsables. Esta lista contenía toda la información necesaria sobre lugares, nombres y fechas. Cuando llegué a ciento cincuenta casos, la entregué a las autoridades pertinentes de Ciudad de México. Di cuenta de esto a mi superior oblato, el padre Gilberto Piñón y mi provincial de San Antonio, el padre William Morell, como también a Monseñor Arturo Lona Reyes, obispo de Tehuantepec. Me aconsejaron que fuera prudente.
Cada vez que me encontraba con funcionarios en Ciudad de México, me acompañaba uno o dos Oblatos; el padre James Lyons me ayudó muchísimo. A veces, se reunía conmigo en un hotel de Oaxaca, donde debíamos entrevistarnos con funcionarios de la ciudad; después de la reunión, el padre Lyons y yo nos separábamos. Era el período presidencial de Carlos Salinas de Gortari.
Mi hermano, Monseñor Michael Pfeifer, o.m.i., estaba al corriente de lo que sucedía y de lo que yo estaba haciendo. Por mi parte, estaba consciente del peligro que corría. Muchas personas no comprendían mi situación, pero mi única preocupación eran los asesinados y las familias que quedaban tras ellos.
Sabía que arriesgaba mi vida informando al gobierno, pero las personas que yo había venido a servir, arriesgaban su propia vida cada día y no tenían ningún medio para huir a un lugar seguro.
Vivía en medio del temor, pero también recordaba a Aquél que me había enviado allí y la tremenda lección dada a cada sacerdote por Jesús en la parábola del Buen Pastor: “El asalariado huye cuando viene el lobo, pero el pastor permanece protegiendo a sus ovejas”. Sabía que el peligro me acechaba; la única duda era conocer el lugar y la hora en que sería asesinado. No me demoré mucho en descubrirlo.
Rozar la muerte
El domingo 8 de marzo de 1987 empezó de manera habitual: celebré misa a las 8 en punto, desayuné, luego partí en vehículo a San Carlos Yautepec, donde llegué tres hora más tarde. No tenía previsto quedarme a la reunión mensual de catequistas, por lo que les dije que la hicieran solos; me dirigía a la ciudad de Oaxaca para mi retiro anual.
En San Carlos, había alrededor de treinta catequistas. Visité algunos enfermos del pueblo y luego me preparé para el recorrido de una hora hasta El Camarón, llevando conmigo a diez pasajeros. Almorcé allí, en un restaurante cuyos propietarios tenían siempre algo para los sacerdotes, sin aceptar dinero. Durante varios años, habían atendido a todos lo sacerdotes que se detenían a descansar y a comer.
Después de almuerzo, partí a Oaxaca, a unas tres horas de camino, solo en la carretera Panamericana. Pensaba en el retiro que iba a iniciar. Había faltado al retiro comunitario y me disponía a hacer uno privado. Esperaba pasar una buena semana, pudiendo descansar lejos de la parroquia. Pero nunca llegué a la ciudad esa semana y lo que viví no fue, para nada, un descanso.
Más o menos a una hora de El Camarón, cerca de Totolapam, la camioneta subía la montaña, de repente me sorprendió un ruido. Al comienzo, pensé que había habido una explosión, después, como caían pedazos desde el techo, comprendí que alguien me había disparado del otro lado del camino. Podía oler la pólvora. La camioneta siguió su camina sola y, gracias a Dios, pude escapar.
Pronto me di cuenta que eran trozos de techo lo que caía sobre mi cabeza. Tomé mi rosario y me puse a rezar. Varios kilómetros más abajo, me acerqué a una de las casas y me detuve para examinar la camioneta. Justamente encima de mi cabeza el techo tenía doce perforaciones.
Me aproximaba a un pueblo y vi un vehículo del gobierno que estaba ayudando a los conductores que estaban estacionados. Me detuve para pedir al conductor si podía llamar a Oaxaca. Fuimos hasta un pequeño almacén donde llamó a su oficina, pero no obtuvo respuesta.
Luego se detuvieron dos autobuses, con pasajeros que iban a Salina Cruz. Al ver los orificios de la camioneta, algunos gritaron “¡Es el Padre!” Luego, el automóvil que había encontrado en el camino después del tiroteo en mi camioneta, llegó con cuatro pasajeros. Habían sido atacados por seis hombres armados con metralletas, en el mismo lugar en que me habían disparado. Yo los había visto al pasar, pero no pude detenerlos; iban demasiado rápido y las curvas eran muy pronunciadas, no podía dar media vuelta con suficiente rapidez para alcanzarlos.
Otros automovilistas se detuvieron para mirar mi camioneta. Cuando hubo varios automóviles y autobuses, partieron juntos. Esa noche se extendió rápidamente la noticia que el “padrecito” y su vehículo habían recibido balazos de gente de la droga.
Al día siguiente, el incidente aparecía en la portada de los diarios de Tehuantepec y Salina Cruz. Un diario de Ciudad de México tituló “Sacerdote baleado”.
Debía proseguir mi camino hasta la ciudad de Oaxaca, a una hora y media de distancia. Al llegar, telefoneé a mi superior de México, el padre Gilberto Piñón. Me ordenó que tomara un avión para Ciudad de México, en lo posible al día siguiente. Esa noche, no pude dormir, escuchando sin cesar en mi cabeza los balazos.
Me levanté temprano la mañana del lunes. Tenía que llevar la camioneta al taller; el padre Piñón me había pedido que tomara fotos de los daños. Dejé el vehículo en el taller, se le tomaron fotos y después de almuerzo tomé un vuelo hacia Ciudad de México. A mi llegada, el padre Piñón viajo a San Antonio, Texas, llevando las fotografías como también algunos cartuchos disparados a la camioneta y que habían caído de ésta, en el taller.
Esta noche tampoco dormí. El martes en la mañana, fui a la basílica de Nuestra Señora de Guadalupe y me confesé. Luego me senté a meditar ante la imagen de Nuestra Señora. No tengo idea cuanto tiempo pasé contemplándola. Llorando le decía: “María, madre mía, dime lo que debo hacer. Tengo que saberlo”. Dentro de mí escuché: “No temas. Vuelve a las aldeas. Soy tu Madre”.
Me quedé allí durante algún tiempo llorando. Luego, volví a la casa provincial, la Guadalupita. Llamé a mi hermano Michael para contarle lo que había pasado y decirle qué pretendía hacer.
El jueves en la mañana, estaba en pie a las 4, listo para volver a Oaxaca después de la celebración de la eucaristía. Cuando llegué, la camioneta estaba lista. De nuevo a las 4, partí a Quiechapa, recorriendo el mismo camino en que me habían disparado. Durante el trayecto, recé nerviosamente, con pensamientos preocupantes:
¿y si estuvieran en el mismo lugar? Me detuve en San Carlos Yautepec. Allí estaban unos hombres que me observaban, no dijeron nada. Todavía me quedaban tres horas de camino, solo en la montaña.
Al llegar a Quiechapa, nadie me dijo nada. En la radio habían escuchado hablar sobre el tiroteo. A veces, las noticias viajan más rápido a pié. Sólo una anciana de más de ochenta años me vino a ver. Ella me dijo en su pobre español: “Supe que usted sufrió un atraso en el camino”. Cuando se fue, lloré.
El sábado en la noche me alegré cuando mi compañero, el padre Ernest Liekens, o. m. i., llegó a caballo después de haber pasado más de una semana en algunas de nuestras misiones más lejanas. Esa noche, le conté lo que me había pasado.
El domingo en la mañana, había primera comunión de niños. No me acuerdo mucho lo que dije durante la misa, pero al final, pedí a la asamblea que se sentara. Expliqué lo que me había sucedido en el camino; todos estaban muy silenciosos, con la cabeza baja. Al comenzar el relato de lo que me había pasado, varios se pusieron a llorar. Yo no me acuerdo si estas personas habían visto antes llorar a su viejo sacerdote. Esta vez, me vieron y escucharon llorar. Sabían muy bien lo que había sucedido, pero en señal de respeto, no querían hablar de eso. Nuestras lágrimas hablaron por todos nosotros.
Al día siguiente, lunes, después d la misa de 9, las campanas empezaron a tocar, tocaron de nuevo media hora más tarde y, finalmente, a las diez. Al mirar por la ventana, vi que hombres y mujeres se reunían ante la alcaldía. Llamaron a la puerta de nuestra casa. El presidente y los otros dirigentes de la ciudad nos pidieron respetuosamente, al padre Liekens y a mi, que los acompañáramos a la reunión.
El presidente me dijo: “Nosotros sabemos y comprendemos que usted sufrió un ataque en el camino la semana pasada, al ir a Oaxaca. Sabemos que ellos querían hacerle daño”. Todos guardaban silencio, al cabo de un momento yo pude decir: “Agradezco su presencia y la preocupación que ustedes muestran”, luego proseguí con una voz más clara: “Hay algo que debo preguntarles. ¿Será mi presencia la causa que ellos vengan a hacerles daño? Díganmelo y yo me iré”.
Me respondieron: “No, por favor, quédese”. Mi voz casi se quebraba. Estaba llorando y varios de entre ellos lloraban conmigo. Esto me sirvió de gran apoyo.
Los días y, especialmente, las noches eran muy difíciles para mí; siempre me estaba preguntando: “¿Irán a volver?” Al conducir mi camioneta en aquellos malos caminos, me decía que podían estar en cualquier parte.
Empecé a llevar, en una cajita de acero a prueba de agua, bajo la camisa, un pequeño trozo de hostia consagrada. “Señor, decía, si caigo, estaremos juntos”. Me sentía mucho mejor así. El Señor comprendió lo que me sucedía. En la casa y en las aldeas, al dormir en las noches, lo hacía lejos de las puertas. El tiempo que pasaba en presencia del Santísimo Sacramento, era mi consuelo.
En esta época, solía pensar así:
Muchos de aquellos que yo servía han sido baleados y, algunos, asesinados. No soy mejor que ellos. ¿Por qué les sucede a ellos y no a su sacerdote? ¿Quién soy yo para estar libre de ello?
La escritura nos habla del asalariado que huye cuando llega el lobo, en vez de proteger a las ovejas.
Cuando algo grave me sucede, puedo refugiarme en otro lugar. Pero cuando una situación peligrosa se cierne sobre la vida de estas personas, no tienen ningún lugar donde refugiarse.
En ese momento me sentía más cercano a ellos que en ningún otro de mi ministerio. ¿Por qué el pastor podría gozar de una seguridad especial? Comprendí que toda mi vida y todo lo que había hecho hasta ahora, era una preparación para este momento.
En mayo de 1987, dos meses después de la emboscada, mi hermano y el padre William Morell, provincial de los Oblatos de la provincia del Sur de los Estados Unidos, se reunieron con el presidente de la Cámara, Jim Wright y los miembros del congreso, Henry B. González y Albert Bustamante, representantes de San Antonio. Recalcando la situación crítica de Oaxaca, en relación a la droga, pidieron a los miembros del congreso que presionaran al Gobierno de México para que aumentara sus esfuerzos en detener el tráfico de droga en Quiechapa.
El resultado de esta diligencia fue el envío, por el presidente del congreso, de una carta dirigida al presidente de México, Miguel de la Madrid, en la que llamaba su atención sobre este tema. La carta decía, entre otras cosas, lo siguiente:
“El incidente implicaba al padre Francis Theodore Pfeifer, un misionero católico en Quiechapa, en el estado de Oaxaca. Según las informaciones de los diarios y la carta adjunta, escrita por autoridades eclesiásticas, el padre Pfeifer escapó, por muy poco a la muerte durante una emboscada en que su auto fue baleado por individuos que, casi con certeza, están implicados en la droga. Desde hace años, el padre Pfeifer recomienda a sus feligreses que se resistan ante los traficantes de droga. La Iglesia me ha solicitado que apele a su administración, con la esperanza que se aplique en forma más efectiva la ley en Oaxaca y que el padre Pfeifer, que trabaja en el servicio misionero de México desde hace casi veinticinco años, goce de una adecuada protección. Su vida, con toda evidencia, se encuentra en peligro”.
Monseñor Pío Laghi, por entonces pro-nuncio apostólico en Estados Unidos, adhirió a la gestión emprendida para asegurar la cooperación del gobierno mexicano. En una carta del 27 de mayo de 1987 al embajador de México en los Estados Unidos, Jorge Espinosa De Los Reyes, monseñor Laghi decía que había recibido la visita de mi hermano, Monseñor Michael Pfeifer, en la que pedía su opinión sobre el tema.
“Todos están de acuerdo en que esta violencia proviene de poderosos elementos criminales de la región, a quienes disgusta la actitud que él recomienda a su gente, invitándolos a no colaborar con el espantoso comercio de drogas”, escribía el pro-nuncio, agregando: “de más esta decir que Monseñor Pfeifer está muy preocupado por la seguridad de su hermano y yo comparto tal preocupación. Le prometí que llevaría este asunto ante la atención de su Excelencia, pidiéndole consejo y ayuda”.
Pasé otros seis años en Quiechapa, al servicio de la gente. Los asesinatos seguían siendo frecuentes y proseguía el cultivo de la heroína.
Hubo tanta gente asesinada, que pedimos a los familiares de los asesinos que nos entregaran sus armas. Recogí alrededor de doce pistolas y fusiles de repetición. Las armas tenían algo en común: todas habían servido para matar a alguien.
¿Qué hacer con todas estas armas? Encontramos una solución. Un domingo en la mañana, la iglesia estaba llena antes de la misa. Saliendo de la sacristía, me acerqué al altar y pedí a la asamblea que abandonara la iglesia y se reuniera en el patio situado en la parte delantera.
Se habían encendido dos fogatas. Cuando todos estuvieron allí, el padre Ernest y yo llegamos con dos grandes sacos de tela de yute, que contenían los fusiles. Dejamos caer los sacos al suelo para que todos observaran su contenido. Llevábamos cuatro grandes martillos.
Pedí a la gente que entonara el himno
Misere nobis (Ten piedad de nosotros, Señor). Después de este canto, yo les dije: “Estas armas han servido para asesinar a sus padres, sus hijos y sus mujeres. Para protestar contra estos asesinatos, los invito a destruir a martillazos estas armas y lanzar los pedazos al fuego. Ya no matarán a nadie más. Seré el primero en realizar este acto de destrucción, luego el padre Ernest”. Todos los hombres y todas las mujeres fueron invitados a hacer lo mismo. Las fogatas estaban muy encendidas. Tomé un martillo y destrocé un fusil de repetición, luego lo tiré al fuego. El padre Ernest continuó.
Las mujeres fueron las primeras en adelantarse. Algunas eran parientes de las víctimas. Algunos hombres avanzaron al principio, luego otros. Durante la destrucción de las armas cantábamos
Misere nobis. En seguida formamos una procesión que recorrió el patio, antes de entrar a la iglesia para celebrar la misa dominical. Nadie me dijo nada. La jornada trascurrió apaciblemente.
Algunos días más tarde, vino a Quiechapa el ejército. El capitán preguntó a la gente donde estaban las armas que habían servido para matar. Le respondieron que ellos las habían entregado a los sacerdotes y que no se dieran el trabajo de buscarlas, agregando: “El padre las destruyó antes de la misa del domingo”. Yo esperaba otra visita del capitán, pero nunca volvió. De nuevo, no se dijo nada.
A veces, la generosidad y el valor de estas sencillas personas asombran. Un día, escuché tocar las campanas de la iglesia. Debían ser alrededor de las 15 horas, extraña hora pensé yo, para tocar las campanas, pero era para avisar una urgencia.
Un asesino estaba enojado conmigo porque había hablado contra los asesinatos y la violencia. En lo alto del pueblo, varias mujeres se habían juntado para detenerlo en su camino a la iglesia, armado de su fusil.
Las mujeres lo detuvieron y me mandaron decir que abandonara mi casa hasta que éste hubiera dejado la región. Tal vez había bebido o consumido droga. En todo caso, se fue sin causarme daño, pero sentí miedo. Estas mujeres me acompañaron hasta que se fue.
Algunos otros relatos ilustrarán la triste situación de Quiechapa.
La preparación de un matrimonio es, generalmente, un acontecimiento alegre, pero la de Gloria y Fidencio fue muy triste. Vivían en la pequeña aldea de La Baeza. El día de preparación se inició con gran alegría de todos. Este pueblito se encuentra a tres horas, a pié, de San Carlos de Yautepec. Era el domingo de la semana anterior al matrimonio. Se realizaba una pequeña fiesta en la mañana.
Durante la celebración, doce hombres provenientes de otro pueblo llegaron sin ser invitados. Todos llevaban fusiles de asalto AK-47. Se acercaron a los invitados, comieron y, después de la comida, empezaron a disparar a la gente, matando a siete invitados, seis hombres y una mujer, e hiriendo a varios otros.
La novia fue herida en la cabeza. Algunos de los muertos eran parientes de los novios. Todos huyeron del pequeño caserío. Los muertos permanecieron allí durante dos días. Vino la policía y todos los cuerpos fueron enterrados ahí mismo. Los policías no hicieron nada para encontrar a los asesinos. Una semana más tarde, era domingo y tenía una reunión con los catequistas en San Carlos Yautepec. Las mujeres y las familias de las víctimas se acercaron a pedir una misa por los difuntos. No podían volver al caserío que había sido su hogar. Ellos conocían a la mayoría de los asesinos, sabían sus nombres. Las autoridades administrativas también supieron los nombres. El caserío quedó abandonado durante varios meses. La mayoría de los parientes de las víctimas se mantenía lejos debido al miedo.
La última vez que visité este lugar, sólo vivían allí tres personas. Era otro pueblo fantasma. El único ruido que se oía era el viento que soplaba sobre el pequeño cementerio. Después de haber implorado la misericordia de Dios, bendije las tumbas y partí en mi buen caballo
Chispas.
De vez en cuando, he vuelto a ver a algunas de estas mujeres y sus familias en sus nuevas aldeas. Sus historias eran las mismas. Ellos tenían miedo y los funcionarios locales no hacían nada. Siempre me pedían oraciones, misas y bendiciones y mucha agua bendita.
Después de haber esperado mucho, las autoridades seguían sin actuar, estas personas eran pobres y era el salario de su pobreza. Toda la región estaba controlada por poderosos señores de la droga. Como las familias de las víctimas no les habían prestado colaboración, habían sido eliminadas.
Una nota más alegre, la joven novia que había ido a vivir en otra parte, vino a visitarme. Se había casado y tenía cinco hermosos niños, tres muchachos y dos niñas. Gloria me dijo: “Padre, quizás usted no se acuerda de haberme bautizado en mi pueblo, cuando sólo tenía algunos meses”. Ese día me vio llorar, al contemplar sus pequeños hijos. Cuando ella había sido herida a bala, yo había suturado su rostro. La gran cicatriz le quedaría para siempre. Sus hijos hoy día son adolescentes.
Gloria y Rafael (no son sus verdaderos nombres) nacieron en las montañas de Oaxaca. Siendo niños, habían salido de la aldea de la montaña para ser criados por parientes que vivían en la cuidad de Oaxaca o en Ciudad de México. Cuando niña, Gloria había vivido con diferentes personas; de vez en cuando, volvía a la montaña, de manera que, en todo este tiempo, había aprendido a conocerla. Ahora que ya era grande, venía a visitarme.
Nuestra agua, que es rica y muy fría, corre desde hace siglos desde una alta montaña. Gloria me explicó que había pedido la ayuda de algunos hombres para llevar el agua a un nivel que permitiera utilizar más tierra, para cultivar maíz y frijoles. Varias personas estaban interesadas en conducir el agua hacia el nuevo sector. Habíamos tenido algunas reuniones de estudio sobre la manera de hacerlo. Gloria había proporcionado un nuevo tractor, el primero que se conocía en esta región. Estos nuevos terrenos y la conducción del agua, estaban lejos de la parroquia. De vez en cuando, pedía información sobre el progreso del nuevo sector. Después de algunos meses, me respondieron que producía una buena cosecha de maíz y de frijoles.
Gloria contaba con un camión de tres toneladas y transportaba el maíz y los frijoles para venderlos en las ciudades de México y Oaxaca. Cuando le pregunté por qué los transportes se hacían siempre de noche, me respondió que era más fresco.
Un día, el avión del gobierno empezó a destruir los nuevos cultivos. Estaban llenos de amapola. Una vez que el sector quedaba destruido, era muy difícil hacer crecer algo durante bastante tiempo. Invité a la gente que preparara nuevos terrenos para cultivar maíz y frijoles.
Gloria no tuvo un feliz final en su vida. El ejército la había detenido y estaba en la cárcel. Ella tenía mucho dinero y amigos. Su permanencia en la cárcel fue corta y poco después vivió con uno de los señores de la droga, en ciudad de México. Un día, su madre supo que Gloria había sido asesinada en dicha ciudad. Su cuerpo volvió a su pueblo, donde se celebró una misa por ella. Sus restos fueron bendecidos y sepultados junto a todos los pobres.
Su hermano Rafael también era ya un adulto. Manejaba un camión nuevo, en el que hacía numerosos viajes de noche. Estaba armado de pistola. En una oportunidad, había matado a tres hombres; esto lo supimos el padre Ernest Liekens y yo al volver de un retiro. Dijo que era en legítima defensa. El había atravesado el territorio de otro cartel de la droga.
Un día, el padre Liekens y yo volvíamos de una reunión con Monseñor Arturo Lona Reyes. Habíamos partido a las 4 de la mañana, con la camioneta llena, para llegar hacia las 15 horas, a la parroquia situada en la cima de la montaña. Estábamos agotados. Después de haber descargado el vehículo, nos tendimos para descansar.
Media hora más tarde, golpearon fuertemente la puerta. Era la madre de Rafael que nos dijo: “En nombre de Dios, venga rápido. Dispararon a mi hijo Rafael y se encuentra en un estado terrible”. Partimos con ella, caminamos hasta una casa en el extremo del pueblo. La puerta estaba abierta y Rafael yacía sobre el piso; sangraba y había perdido parte de su cara. Yo le dije: “Rafael, te vas a morir. Por favor, permíteme confesarte y poner la unción de los enfermos”. Hizo un gesto y recibió los sacramentos en presencia de su madre, la que me pidió que trasladáramos a Rafael hasta su casa. Allí estaría más seguro. Una sola persona aceptó ayudarme a transportarlo. Varias mujeres valientes me ofrecieron su ayuda. Nos llevamos, pues, a Rafael a otra parte. Nos habían advertido que le dispararían de nuevo.
El padre Ernest caminaba a un lado de Rafael y yo al otro. Aún estaba conciente. Hicieron disparos al aire para avisarnos que éramos vigilados. En la casa de Rafael, le pusimos un vendaje. Perdía mucha sangre. Nuestras enfermeras se quedaron con el toda la noche, detrás de puertas trancadas. Al día siguiente en la mañana, el Señor llamó a Rafael.
Cuando los hombres que esperaban disparar nuevamente sobre él escucharon las campanas de la iglesia, que anunciaban su muerte, hicieron disparos al aire. Abandonaron el pueblo a caballo, disparando nuevamente para celebrar su “victoria”.
Sepultamos el cuerpo de Rafael en el pequeño cementerio, al lado de su hermana Gloria. Al día siguiente, después de almuerzo, se celebró el funeral en la iglesia llena. Creo que muchos vinieron a escuchar al padre hablar de lo que Rafael había hecho. No dije nada durante la misa. Después de la bendición, pedí a la asamblea que permaneciera sentada. Dije que enterrábamos a Rafael y que, al pensar en ello, me preguntaba qué había dejado yo de hacer para ayudar a Rafael durante su vida, en vez de hablar sobre lo que el había hecho. ¿Cómo podría haber sido con él más gentil y más útil? Les dije que cada uno podía plantearse la misma pregunta.
Hubo un silencio total; luego, nos dirigimos a sepultarlo al pequeño cementerio. El Dios de misericordia, que ha llamado y juzgado a Gloria y a su hermano Rafael, es el mismo que nos llamará y juzgará. ¡Que descansen en paz!
Sin la gracia de Dios, no soy nada.
Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Cuidad de México
Hacia 1994, había vivido varios años en el istmo de Tehuantepec. Había ejercido mi ministerio en San Pedro Huamelula, Tequixtlán y Quiechapa. Mi superior, el padre Vincent Louwagie, o.m.i., finalmente me anunció que era tiempo de cambiar de lugar. Ya no era un joven. Fue con mucha pena que dejé a mi gente en el istmo de Tehuantepec. Entonces tomé conciencia que la vida de un misionero es servir, luego partir.
Un retiro de tres meses en Aix-en-Provence, Francia, me hizo mucho bien. Nuestro fundador, Monseñor Eugenio de Mazenod había vivido allí. En seguida, volví a México con una obediencia para Ciudad de México. Todo era diferente. Nunca había vivido, ni ejercido ministerio, en este lugar. Pensaba permanecer allí, tal vez algunos meses, antes de ir a otra parte. Una vez más, el Señor me reservaba algo distinto.
Trabajé en una de las parroquias más grandes de la ciudad, Cristo Salvador y Señor, durante casi trece años y gocé cada uno de los días de mi permanencia en este lugar. Había una misa diaria; el domingo, había tres celebraciones eucarísticas, frecuentes visitas a enfermos y moribundos y muchos funerales. Me he dado cuenta que el sacramento de la reconciliación es, después de la eucaristía, la ayuda más grande para un gran número de personas. Cada día de la semana, escuchaba confesiones, a veces durante dos horas. Los sábados y domingos, tres horas. Durante la cuaresma, en Pascua y en el tiempo de Navidad, eran horas y horas.
El sábado era el día de los bautismos. Había 12, 15, 20, hasta 25 cada semana. Mis días estaban completos. A veces, pasaba algunos momentos con los otros dos Oblatos de la parroquia. Fue así como transcurrieron los años en la parroquia Cristo Salvador y Señor de México.
Yo me decía: “Theodore, dale una oportunidad al Señor. Él hace maravillas”.
Pensaba, en un comienzo, que no debía entablar amistad con nadie. De esta manera, cuando abandonara la parroquia, no me costaría tanto. Pero ésta no era una actitud cristiana. El Señor tiene su manera propia de sanar. Allí tuve la oportunidad de servir y también ayudar a muchas personas, en su camino por la vida.
Estos son mis sentimientos
Señor:
¿Quién soy yo? Oh, Dios mío, ¿quién soy? Tú has hecho de mí tu servidor y sólo hago lo que tú me ordenas. En tu gloria y en tu bondad, has concedido a tu servidor este magnífico don de servirte y amarte.
Gracias por los años que me has dado al servicio de tus pobres abandonados. Gracias por los dones que me has confiado. Gracias por cada servidor que he encontrado en mi vida. He aquí los sentimientos que quiero expresarte.
Te pido perdón por todas mis faltas. Te imploro que me perdones por no haber ayudado a aquellos que me necesitaban, perdón por aquellos a quienes no di un buen ejemplo. Después de la gran bondad que tú me has dado, he sido lento en perdonar. Humildemente, te pido que perdones a todos los que han hecho mal a los demás y a mí. Espero que puedas perdonar a todos aquellos que han asesinado a tus hijos y a tus hijas. Espero que puedan arrepentirse y obtener también tu perdón. Dios mío, a todos tendrás que llamarnos, a mí también me llamarás. Ten piedad de nosotros. Si ellos hubieran recibido todas las gracias que tú me has concedido, las habrían usado mejor. Señor Dios y Santa María, Madre de Dios, gracias por mi vida.
El mayor signo de amor que se me ha concedido es el de una pobre mujer amerindia, de edad avanzada. Una noche, hacia las 22 horas, algunos hombres fueron a su cabaña con la intención de matar a otros dos que creían escondidos allí. La mujer abrió la puerta para contestarles. Ellos dispararon varias veces y la abandonaron moribunda. Escuché los balazos. Unos veinte minutos después, dos mujeres vinieron a buscarme. La señora Gloria había sido herida y sangraba mucho. Me pidieron que fuera a verla. Partí con ellas y un hombre valiente, Rafael. Estaba cubierta de sangre, pero aún con vida. Teníamos miedo a los hombres que le habían disparado, estaban en algún lugar cercano. La llevamos a la pequeña clínica. Ella gemía y gritaba de dolor.
Hicimos todo lo que pudimos en su cuidado y ella no dejaba de llamarme: “Padre, Padre, Padre” Yo le contesté, junto con darle la unción de los enfermos: “Aquí estoy”. Ella me dijo: “Padre, Padre, yo los perdono”.
Algunos minutos más tarde, Dios la llamaba hacia su cielo. Era Jesucristo gritando a Dios: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Francis Theodore Pfeifer, o.m.i.
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