292 - Febrero 2010

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Conversión: Nuevo corazón, nuevo Espíritu, nueva Misión

Oblación, Conversión y Discernimiento
Por Gianni Colombo, omi
Provincia de Italia


Cristo como lugar de conversión
durante la formación de Eugenio de Mazenod

Por Cyrille Atitung, omi
República Democrática del Congo


Centrarnos de nuevo en Cristo
Por Olegario Domínguez, omi
Provincia de Paraguay


Conversión: Nuevo corazón, nuevo Espíritu, nueva Misión


La Comisión precapitular pidió a una serie de Oblatos que escribieran una reflexión sobre algunos aspectos del tema elegido para el 35º Capítulo general. En los próximos meses, OMI Documentación publicará estas reflexiones. Se las puede también encontrar en el vínculo Capítulo general de www.omiworld.org así como en el vínculo Documentación, sobre la misma página.

Estos textos se proponen ser útiles para la reflexión personal y común de los Oblatos y de sus Asociados laicos. Un Capítulo general no es un acontecimiento que sólo compromete a los capitulares electos y “ex officio”. Compromete a todos los que comparten el carisma de San Eugenio de Mazenod.

Centrados en la persona de Jesucristo, la fuente de nuestra misión, nos comprometemos a una conversión profunda y comunitaria.


Oblación, Conversión y Discernimiento

Por Gianni Colombo, omi
Provincia de Italia

Las Constituciones O.M.I afirman que “el Capítulo es un tiempo privilegiado de reflexión y de conversión comunitaria; juntos, en unión con la Iglesia discernimos la voluntad de Dios en la necesidades urgentes de nuestros tiempo y el agradecemos por la salvación que cumple por nuestro intermedio” (C125). En esta descripción, se centran tres categorías bíblicas fundamentales para la vitalidad de la Congregación: kairos, metanoia, dokimazain. Se trata, de hecho de vivir un tiempo de gracia (kairos) en actitud de conversión (metanoia), para saber discernir (dokimazein) la voluntad de Dios en la misión que se nos confía en el contexto actual, socio-cultural y eclesiástico. El tema propuesto a los capitulares, que compromete a todos lo Oblatos, pone el acento sobre la conversión, una actitud que es recordada permanentemente por lo textos bíblicos. La conversión comporta un cambio de corazón y de mente, englobando el ámbito del sentir y del pensar de las personas y de la comunidad, en lo que se refiere a su identidad y su misión. Los diversos ámbitos (personas, comunidad, instituciones) son interdependientes y para renovarse, deben acoger el soplo del Espíritu. En mi simple reflexión, me dejo guiar por un texto paulino, que considero iluminador por su concisión: Romanos. 12: 1-2.

1. “Les exhorto, pues, hermanos por la misericordia de Dios, a que ofrezcan sus cuerpos como un sacrificio viviente, santo y agradable a Dios; es su culto espiritual” (Rom. 12:1).

En esta exhortación, Pablo nos brinda una síntesis de la vida cristiana como ofrecimiento de la persona en la experiencia histórica concreta. Es el ofrecimiento de la inteligencia y de la voluntad, de la libertad y de la afectividad, de los recursos y los límites, de los temores y de los impulsos valientes. En este ofrecimiento sin reservas, se realiza la vida como un auténtico culto cotidiano “en espíritu y verdad” que participa en el sacrificio de Cristo, que ha ofrecido su vida al Padre por toda la humanidad.

En esta perspectiva de donación total, están comprendidos los términos “oblato -- oblación” que definen nuestra identidad. Son títulos que arriesgan perder su vigor, si no son entendidos en el sentido de una elección convencida de vivir la propia vida como “sacrificio viviente santo y agradable a Dios”, en unión con Cristo (CC2 y 65). Este ser conscientes de nuestra elección fundamental para seguir a Cristo es la condición indispensable para asumir una actitud de sincera conversión, y discernir la voluntad de Dios. Solamente en este horizonte con sentido, nuestra vida y nuestra misión pueden renovarse y redefinirse, para responder de modo significativo a las expectativas de nuestros contemporáneos.

En la oblación de nuestros “cuerpos” como culto espiritual que se expresa en la llamada apasionada de Pablo, está la autenticidad de la decisión fundamental para seguir a “Cristo”. La sequela Chisti, de hecho no se agota al considerarlo un maestro para escuchar y un modelo para imitar, sino que pide ensimismarse en él, dejándolo vivir en nosotros (Cf. C 2). Son significativas las expresiones paulinas que describen la íntima participación del cristianos en la experiencia de Cristo, en cuanto es llamado a “co-sufrir” (Rom 8:17) a “con-vivir, co-morir, co-resucitar” (Rom. 6: 6-8) a “sentarse juntos en los cielos” (Ef.2:6) a “co-reinar” (2Tim 2:12) con Cristo. El sacrificio que celebramos con los signos del pan y el vino, estamos llamados a vivirlo en lo múltiples caminos de la misión.

En la elección fundamental en que nos conformamos con Cristo se profundiza, por obra del Espíritu Santo, en el desarrollo de la vida teologal: por la fe, llegamos a ser partícipes del conocimiento que Jesús tiene del designio de amor del Padre; por la esperanza participamos de la confianza total que Jesús ha tenido hacia el Padre; por la caridad esperamos el amor total que Cristo ha vivido hacia el Padre y los hermanos (Cf. C 11). La dimensión cristocéntrica de nuestra vocación fue subrayada claramente por el P. F.Jetté cuando esbozaba los criterios para valor la madurez de un Oblato, afirmaba: “Es una persona que ha encontrado a Cristo, lo ha amado profundamente y se ha entregado a él para continuar con la obra redentora”.

La oblación no se agota en el acto de consagrarse al Señor, sino que es la actitud constante que califica y da consistencia al dinamismo de toda la vida. Nos lo recuerda Gaudium et spes: El ser humano (…) no puede encontrarse plenamente sino es a través de una donación sincera de sí” (24). Es la verdad expresada con la categoría bíblica de la alianza, con la categoría teológica del casamiento y con la categoría filosófica de la alteridad-reciprocidad-responsabilidad. De hecho la elección fundamental de la donación de si mismo, siguiendo a Cristo en la vida teologal con el estilo de las bienaventuranzas, unifica la vida venciendo la fragmentariedad y la dispersión, define la identidad vocacional superando la ambigüedad, decide el sentido de la vida e involucra a la persona, en profundidad, sosteniendo la perseverancia.

De otro modo pasan a ser peroratas privadas de contenido aquellas repetidas desde después del Vaticano II, en especial con ocasión del Sínodo de Obispos acerca de la Vida Consagrada, sobre el carácter “carismático” y “profético” de la radicalidad evangélica, específicamente en la consagración religiosa, con la exhortación dirigida a los Institutos, de regresar a la fuente, para reavivar la profunda renovación requerida en el actual momento histórico. Me permito compartir una pregunta, que me he hecho muchas veces en estos años: ¿Quizás no sufrimos de una cierta “bulimia” de charlas espirituales, con una correspondiente “anorexia” de madurez humana y cristiana como condición de una auténtica espiritualidad? Es ciertamente una impresión personal y parcial, que no quiere ignorar el compromiso expandido con seriedad en cada ambiente, para inyectar nueva savia vital a nuestras instituciones. Ponerse en actitud de conversión, personal y comunitaria, significa recorrer efectivamente el camino, para redescubrir con confianza el regalo del Espíritu y para asumir nuestra responsabilidad.

2 “No se confundan con la mentalidad de este mundo, mas bien déjense transformar, renovando su modo de pensar” (Rom 12:2)

La convicción de la importancia de la elección fundamental para seguir a Cristo no exime de la conciencia de tener necesidad, nosotros mismos, de una conversión (Cf. CC. 2; 47). Cada llamada que hacemos a los otros a que se conviertan, antes que nada resuena en la intimidad de nuestro corazón. El camino para asemejarse a Cristo es un camino que hay que recorrer durante toda la vida: solo la gracia nos conducirá a la meta, al término de nuestros días. En este itinerario cansador pero exaltante, descubrimos espacios de nuestra vida que aun no han sido evangelizados, experimentamos la fragilidad que va haciendo lenta la acción del Espíritu Santo, sufrimos temores y pereza que obstaculizan la extensión del Reino de Dios. La experiencia misma de la vida comunitaria y misionera se transforma en un continuo reclamo para verificar la autenticidad y la coherencia de nuestra presencia y de nuestras acciones.

Es un reclamo que también empuja a revisar las estructuras de la Congregación, para que sean cada vez más apropiadas a su fin misionero. En el pasado, las instituciones (familia, escuela, iglesia), con sus estructuras correspondientes, gozaban por si mismas de una notable autoridad, mientras que hoy día, su valoración depende en gran medida de la autoridad de las personas que la encarnan. Y siempre es mas evidente que las mejores estructuras, ideadas por el mejor arquitecto, valen en cuanto son habitadas y se ponen al servicio de las personas y de la misión. Encontramos aquí otro espacio que reclama una conversión personal y comunitaria.

La exigencia de conversión. Por otra parte, no se refiere solo al ámbito personal e institucional en una perspectiva autorreferencial, sino se impone en la confrontación de un mundo que vive profundas transformaciones. Nuestro tiempo ha conocido acontecimientos que nos obligan a cambiar nuestro modo de pensar. Basta consignar el Concilio que nos ha impulsado a repensar la identidad y la misión de la iglesia frente al mundo, al fin del colonialismo político que ha sacado a la luz la culturas y las religiones tradicionales, el surgir de naciones nuevas como protagonistas en el escenario de la historia. Son acontecimientos que obligan a repensar, a veces con pesadumbre, también nuestra misión.

Al mismo tiempo el fenómeno de la globalización, en sus aspectos más diversos, favorece la difusión de una cultura posmoderna que invade progresivamente cada cultura tradicional. No es fortuito el caso que nuestra época sea descrita, como “época del desencanto” por la caída de la ilusiones del optimismo iluminista, “época de un mundo en fuga” por incapacidad de individualizar una orientación de sentido, “época de la desorientación” por la convicción de la imposibilidad de anclarse a una verdad garantizada, “época de la incertidumbre” por el rechazo de tener proyectos a largo plazo, “época del vacío” por el disminuir de todo fundamento que de consistencia al pensar y al vivir. Estas constataciones no deben hacer olvidar los progresos y la potencialidad del presente, por ejemplo en el ámbito de los derechos humanos, de la situación de la mujer, de la sensibilidad ecológica.

El Vaticano II ha encaminado un serio diálogo con el mundo contemporáneo y nosotros Oblatos somos llamados a vivir “en el corazón del mundo” (C 11) para no dejarnos absorber pasivamente, sino para darnos como María que da a Cristo al mundo (Cf. C 10) el mundo de cuantos aspiran a la liberación integral y a la plenitud de vida (Cf. C 20; R 9a, 67a) para hacer al mundo más humano (Cf. C 4). Nuestra presencia sería insignificante sin nuestra palabra, pero sobretodo nuestro testimonio de viva y de nuestras comunidades dejarían de provocar a la conversión de las personas que el Señor pone en nuestro camino. Entre tantas voces y mensajes que provienen de todas partes, el mensaje fuerte y humilde del Evangelio terminaría por ser apagado.

Para que el Espíritu convierta y modele libremente nuestro modo de pensar, de vivir, de obrar, es necesario antes que nada dejarnos transformar interiormente, para reconocer la riqueza y los límites de la cultura en la que estamos metidos, si no queremos dejarnos aplastar por la negación de valores importantes. De frente al primado atribuido a la eficiencia y a la utilidad inmediata, estamos llamados a restituir el primado de la gratuidad del amor; frente al primado reconocido a las experiencias fragmentarias, somos llevados a preferir la continuidad del compromiso diario; frente al primado asignado a la emotividad anárquica, somos animados a armonizar razón y sentimiento; frente al primado concedido a la técnica, somos estimulados a insertar los valores de la ética.

El Prefacio del Fundador sigue siendo una invitación apremiante y actual a la conversión personal y comunitaria, si queremos contribuir con nuestra laboriosidad a abrir nuevos caminos de conversión a los destinatarios de nuestra misión. Con las palabras del Fundador, muchos Oblatos nos animan con sus iluminadores ejemplos que nos ha precedido, y de tantos Oblatos con los cuales hoy compartimos nuestro compromiso misionero.

3. “Para poder discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno y le es agradable y perfecto” (Rom 12,2).

La revelación nos presenta la conversión como la vocación auténtica del hombre bíblico: Dios llama continuamente al hombre a convertirse y tal invitación asume tonos característicos distintos según las situaciones históricas y las experiencias que el pueblo estaba viviendo. En concreto la conversión asume la modalidad religiosa ética y cultural que constituyen para Pablo la condición para un discernimiento genuino. Es significativa la diatriba de Jesús a la muchedumbre que lo seguía. “Hipócritas saben juzgar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo es así que este tiempo (kairon) no lo saben juzgar (ou dokimazete)?Y ¿por que no juzgan por ustedes mismos lo que es justo?” (Lc 12:56-57). Notamos que Jesús, frente a la incapacidad de discernir el tiempo mesiánico, exhorta a la misma gente a discernir, porque disponen de los signos necesarios. En cada época el cristiano está llamado a convertirse para salir de la “hipocresía” y reconocer la presencia de Cristo. Con mayor razón esto vale para aquellos que han sido “escogidos” para ‘anunciar el Evangelio de Dios’. (Rom 1:1)” (C 2).

Todos nosotros, personas e instituciones, vivimos en el interior de situaciones complicadas. No siempre es agradable individualizar las elecciones y decisiones más oportunas. Es normal en estas circunstancias, como sucede con el Capítulo, retomar el itinerario de un prudente discernimiento, que presupone la actitud del discernir como nuestro estilo de vida evangélico habitual.

Discernir significa valorar, distinguir, examinar, verificar, analizar, escrutando lo que conviene elegir, decidir, hacer, para responder al llamado del Señor. Ciertamente que somos llamados constantemente a la conversión, pero es importante reconocer cuáles son las actitudes que revisar, la mentalidad que corregir, las estructuras que renovar, los caminos nuevos que recorrer. Para proceder, dejándonos guiar por el Espíritu hacia la plenitud de la verdad (Cf. Jn 14:26) se requieren algunas acritudes fundamentales. Las enumero brevemente:

Ser conscientes de los propios recursos y de los propios límites, personales y comunitarios frente a la propia responsabilidad hacia la iglesia, la congregación, la porción de humanidad que está confiada a nuestra misión; no es suficiente un conocimiento genérico, sino que se necesita lucidez para dar un nombre a la riqueza y la pobreza de la que disponemos;
Ser guiados por la elección fundamental de la fe que actúa mediante la caridad, recordando la oración de Pablo a la comunidad de Filipos: Por eso ruego que su caridad se enriquezca siempre más en el conocimiento y en cada género de discernimiento. Para que puedan escoger siempre lo mejor y ser íntegros e irreprensibles en el día del Señor” (Fil. 1:9-10).
Estar prontos a interrogarse, acogiendo la contribución de los hermanos, acerca de cómo una elección fundamental de la caridad pueda encarnarse en la concreción de la situaciones en examen;
Estar disponibles para confrontarse seriamente con las mediaciones, que ayudan a individualizar las elecciones y las decisiones evangélicamente más válidas: la Palabra de Dios, el magisterio eclesiástico, la Constituciones, el diálogo y los consejos de personas expertas.

Son algunas indicaciones, sin ninguna pretensión, de discernir sobre las vías por las que el Espíritu nos impulsa a caminar, para responder a los desafíos que hoy se nos proponen a nuestras personas, a nuestra comunidad, y a toda la Congregación. Sorprendidos por la rapidez y de la inmensidad de los cambios histórico-culturales, tenemos dificultad para percibir las nuevas oportunidades positivas que se nos ofrecen. Algunas veces prevalecen las valoraciones negativas que ponen en evidencia las dificultades, oscureciendo las vías que el Espíritu abre a un testimonio y a un anuncio renovado del Evangelio. Es decisivo estar disponibles para que el Espíritu, venciendo la “dureza” de nuestro corazón opere en nosotros una íntima conversión y curándonos de la “ceguera” de nuestros ojos, y nos de una mirada renovada para leer los signos de los tiempos.

Sólo así estaremos a la altura de descubrir en las actuales tendencias culturales y en los diversos contextos de nuestra presencia misionera, qué cosa se necesita para que una vida personal y comunitaria según los consejos evangélicos sea creíble y significativa, en cuales formas son llamadas a expresarse nuestra vocación y nuestra acción misionera, cuáles estructuras son más apropiadas en el momento histórico actual.

La exhortación del Apóstol es al ofrecimiento sin reservas de nuestras personas, en actitud de permanente conversión en vista de un discernimiento evangélico y plenamente actual.


Cristo como lugar de conversión
durante la formación de Eugenio de Mazenod

Por Cyrille Atitung, omi
República Democrática del Congo

Cuando Eugenio de Mazenod llega al seminario San Sulpicio[1], tiene en el corazón algo de precioso que puede ofrecer, su propia persona. Pero se propone sobre todo la obligación de ser diferente en su vida. Los recuerdos de antes, que se debaten en su espíritu y amenazan imponerse a este joven noble francés especialmente atípico. Eugenio hace la elección del estado eclesiástico pensando que no podrá vivir sino consagrando completamente al Señor.

La retórica que despliega es abundante y la profusa correspondencia con su familia revela claramente su firme voluntad de comprometerse a través de un camino especial. Eugenio reconoce en una literatura emocionante la necesidad de una singular conversión.[2] No se fija un pequeño proyecto de piedad, sino ardiendo claramente de deseos, está de acuerdo de llegar día a día a ser un amigo, apasionado de Dios. Ve con horror los extravíos fácilmente justificables o también el menor problema con Dios. Su itinerario en el Seminario tomaría la vía singular que él mismo se impuso. Quería a toda costa asemejarse a él que lo llamaba.

En esta pequeña y tan modesta exposición, abordamos su recorrido en el Seminario san Sulpicio como etapa importante en el trabajo de la conversión personal. Mostraremos dos orientaciones; el descubrimiento de Cristo como verdad de su propia vida y como compromiso en la vía de la santidad.

1. El descubrimiento de Cristo como verdad en su propia vida.

Las abundantes lágrimas derramadas un viernes Santo sólo eran el preludio de un cambio importante de dirección de un segundo nacimiento que ya estaba tomando forma. Y para eso, Eugenio hacía todo lo posible para conquistar su nuevo estado como muy exigente.[3] “Nada contra Dios es la divisa estrictamente indispensable en todo cristiano por medianamente entusiasta que sea; un hombre que aspira al estado eclesiástico debe ir infinitamente más lejos. Por lo tanto horror y el más tremendo horror por todo lo que puede ofender a Dios. Pero por otro lado debo fijarme en la más escrupulosa fidelidad a las cosas mínimas…”.[4] Este profundo deseo de ser radicalmente transformado conserva su línea del principio al fin de su recorrido. Eugenio está convencido que su destino está vinculado a la religión de su Maestro. Eso llamaba a una conversión regular en la que la persona de Cristo seguía siendo la señal absoluta.

Quería a toda costa corresponder con su vida al compromiso asumido. No entenderá de un modo diferente la verdad de su propia vida en el estado en el que reconoce la nobleza con orgullo legítimo: “Pero en adelante se unirá a mi persona, a mi honor y a mi reputación tanto con la religión, de la cual soy el ministro, por lo demás indigno, debiendo ir con precaución, no es necesario por otra parte, querida madre, hacerle sentir cuánto es importante que siga el plan que me hice y que indudablemente será aprobado por los que pueden apreciar mis razones según su experiencia y su santidad”.[5]

Eugenio cada vez toma más conciencia de lo que debe ser, más allá de su indignidad. El deseo de ser fuera de lo común asume un relieve especial. Va a desplegar todos sus esfuerzos para satisfacer a su amigo, Cristo, una vez que haya cruzado el atrio del seminario mayor de San Sulpicio: “Independientemente, hasta mi entrada en esta santa casa, ya no es posible que la sumisión y la obediencia me parezcan duras, sobre todo para lo que es la elección y la manera de estudiar (…) No solamente debo congratularme por darme a conocer a mi director tal como soy, e incluso tal como fui, lo que ha sido una gran victoria que la gracia de Dios me ha hecho obtener sobre mi yo (y a las cuales mi amor propio se oponía, presentándome varias razones engañosas), pero aún debo estar dispuesto hasta a hacer todas las confesiones aún las más humillantes, en el supuesto que mi director las crea, no digo necesarias, sino útiles solamente…”.[6] Esto hace inútil un comentario; es necesario constatar que Eugenio está subyugado por Cristo, al que no podía sustraerse. Más aún, Eugenio se da cuenta que no querría dejarlo.

La convicción de la que da prueba el joven aristócrata provenzal en sus intercambios con los miembros de su familia, con respecto a su evolución, es señal de un planteamiento interior que ilumina su propia persona. Hace memoria de su experiencia fundante de su vocación. A Cristo que encontró personalmente en una celebración de viernes santo, a la vuelta de la esquina, se ubica en el centro de un trabajo de reconstrucción interior de gran envergadura. “Me parecía que este tierno amigo debía ser satisfecho que en el mismo momento en que el mayor número de sus hijos, ingratos, para los cuales pagó con toda su sangre, le ofenden y lo ultrajan cruelmente, me parece digo yo, que este adorable Salvador debía estar satisfecho de ver a sus pies a un miserable pecador, arrepintiéndose de sus faltas, y gemir por sus extravíos.”[7] Eugenio de Mazenod no se hace ilusiones sobre la batalla personal que debe emprender para encontrar su verdadero estado. El tiempo de formación le sirve de marco para sentar las bases que hacen de su carácter un apasionado de Cristo, un amigo siempre renovado. Eugenio llega hasta pedir a los suyos, ser incluso inoportunos con Cristo, con tal de obtener las gracias para su vida y su ministerio: “Calculo que la ordenación de los diáconos será el sábado entre las 9:00 y las 10; si mi carta llega a ustedes antes de esta hora, encuéntrense en este momento a los pies de Jesucristo para pedirle todo lo que una madre sabe pedir para su querido hijo; no teman importunarlo; Dios es bastante rico y bastante liberal para satisfacer a todo el mundo”.[8] Sorprendente que pueda aparecer esta forma de petición, sólo se precisa una cosa. Eugenio de Mazenod descubre a Cristo como un libro interior de su vida que debe explotar para encontrar la razón de su vida y comprometerse con el mundo para ser mejor y perfecto.

2. Con Cristo, compromiso en la vía de santidad.

El joven de Mazenod va a hacer una experiencia de gran valor en términos de deseo y esfuerzo hacia la santidad durante su estadía en el seminario San Sulpicio. Lo que se puede constatar en su diario tan vital. Destacamos dos orientaciones tomadas por Eugenio, la primera el respeto que dedica al Seminario, el segundo la línea de conducta personal que se impone en el Seminario.

Lo que impacta leyendo las cartas y las notas que Eugenio redacta apenas llegado al Seminario, es su admiración al descubrir su nuevo medio de vida: “No pudiendo esconder que soy indigno y muy indigno de vivir entre los santos que componen esta casa de verdad celestial, debo humillarme profundamente en vista de las iniquidades que habrían debido detener por siempre la entrada en este santuario.[9]

Eugenio considera a la comunidad del Seminario como un medio altamente espiritual. La santidad de la Iglesia y la suya pasan a través de la experiencia del Seminario. El Seminario como casa celestial quiere decir simplemente el lugar donde viven los ministros santos detrás de Cristo el verdadero santo. Renuncia a las distintas devociones personales.

En una carta a su madre, hace los elogios del seminario en términos de ser un paraíso en la tierra: ¡”Qué vida esta que llevamos aquí! Los días se pasan con la rapidez de un momento, y a pesar de su brevedad estan llenos delante del Señor. Aquí todo nos lleva él, no hay un minuto del día que no sea para él. Las acciones, incluso más insignificantes, son significativas, parce que están hechas para la obediencia que a él debemos. En una palabra, en el seminario, vivimos en el espíritu que deberían tener todos los hombres que están destinados al estado clerical, es un verdadero paraíso sobre tierra”.[10] La razón es muy clara, Eugenio lo halla como el lugar del encuentro con Cristo, el sacrificio eucarístico de cada día ayuda, e impregna esta atmósfera celestial: “Por ejemplo, vamos a la santa misa al momento de levantarnos. ¡Eh bien! ¿Cree que su hijo no pide a Jesucristo, que ha sido durante su bienaventurada vida el más excelente de los hijos, que su día y su vida entera esté colmada de bendiciones y gracias? Y cuando tenga la felicidad de recibir a este Dios de amor, lo que es muy frecuente en esta santa casa, tendría dificultad de creer que ¿dándome todo a él para recibir todo de él a cambio, no los ofrezca también, para que sea una parte mi ventajosa ganancia?”[11]

Es necesario imaginar que este joven aristócrata Eugenio hace una afrenta a su madre, no tan dispuesta a dejarle abrazar la vida clerical. Es necesario ser de una tela muy distinta para hacer fallar las esperanzas de una madre que lo ama con un singular afecto. Eugenio parece estar siendo manejado por Cristo a la manera de un fermento. La práctica del ayuno tan austera que adopta, traduce este deseo de asemejarse a Cristo en el ámbito de la perfección. “Busquemos a menudo en el corazón de nuestro adorable Maestro, pero sobre todo participando a menudo de su Cuerpo adorable; es la mejor manera de unirnos, ya que, nos identificarnos cada uno por su parte con Jesucristo, no seremos sino uno con él, y por el y en el, no conformaremos sino una cosa entre nosotros”.[12] Su verdadera felicidad es participar en la misión del Hijo divino, libre para dejar de lado las vanidades, atractivos y tensiones. Se pregunta profundamente sobre el sentido de su vida: “Y este divino Maestro ¿me llama a él para servir su Iglesia, en un tiempo donde ella es abandonada por todo el mundo, debo resistir a su voz para languidecer miserablemente fuera de mi mundo?”.[13] Es una cuestión existencial que debería vivir en los Oblatos de este tercer milenio destinados a enfrentar las duras realidades misioneros actuales.

Como en la antigüedad cristiana, el nombre de cristiano firmaba la adhesión total del nuevo creyente y revelaba al mismo tiempo determinación de lo que profesaba o reclamaba de la religión de Jesucristo. Este nombre determinaba al que confesaba a Cristo en todas las situaciones. Más que un nombre, había una identidad. Pertenecer a Cristo consistía en una letanía de las renuncias salvadoras. Eugenio durante su formación demuestra esta determinación por su estado clerical cuya fruto maravilloso será la fundación de una Congregación misionera famosa por las “misiones difíciles”. Vivir la vocación oblata hoy en medio de tantas pruebas, el espíritu alerta y decidido Eugenio permite conservar el rumbo de la misión en el mundo actual.

En resumen, el itinerario formativo de Eugenio en el Seminario san Sulpicio da lugar al descubrimiento de Cristo en el centro de su vida y su vocación. Se desprende que la conversión en Eugenio, es respirar a Cristo que sana el resto de su aliento. Así se realiza día a día la renovación del joven Eugenio. La nota particular que debe seleccionarse es la determinación del joven durante su formación, que ya fija la conquista agotadora de Cristo. Eugenio nos enseña a fijar la mirada en Cristo y a ser firmes. Afirma sin rodeos: “Cuando he venido a este seminario no era para cambiar de decisión, sino más bien para anclarme en la santa vocación que había querido inspirarme el Señor. Un año de seminario, a mi edad, es mas que suficiente para saber sacar las cuentas; y cuando se resiste a esta prueba se puede estar tranquilo.”[14]


Centrarnos de nuevo en Cristo

Por Olegario Domínguez, omi
Provincia de Paraguay

Aprovechando la invitación que se me ha hecho, quiero dar mi modesto aporte. Dar de mi pobreza, como solemos decir en América Latina.

El tema del Capítulo lo encuentro muy rico y muy oportuno. Siempre la conversión a Cristo es condición y clave de nuestro crecimiento en la vida personal y comunitaria y apostólica. Creo que en las circunstancias actuales lo es de modo especial para toda nuestra Congregación por la ingente cantidad de obras que tiene entre sus manos y por las muchas solicitaciones que recibe del mundo en el cual y para el cual vive y a la vez por el ambiente de inseguridad y de confusión que reina en las ideas y en la praxis de nuestra sociedad actual. Como tal vez nunca en la historia, la Iglesia se enfrenta a un mundo cargado de problemas y de inseguridad; como nunca, nos encontramos sin caminos hechos en situaciones que nos exigen inventiva y decisión, y con frecuencia nos vemos motivados a dar respuestas rápidas y parciales sin suficiente tiempo de reflexión y de oración. Se nos exigen frutos, tenemos que contar con buenas raíces; se nos reclama rapidez y audacia, por eso menos que nunca podemos improvisar. (Vale aplicar el refrán “vísteme despacio que estoy deprisa”).

Tenemos que convertirnos yendo hacia el centro de nuestra vida, volviendo con ilusión y con gozo al Dios “de la alegría de nuestra juventud”, al Cristo Maestro y Salvador que un día pasó a nuestro lado y nos llamó como a Andrés y Juan, como a Pablo, como a Eugenio de Mazenod “para que estuviéramos con él y para mandarnos a predicar”. Después de trabajar unos años en su mies o en su viña, después de mucho bregar hasta el cansancio y el agotamiento, después de mucho predicar, nos damos cuenta que nos falta “estar más con Él”, sumergirnos en el hontanar de su vida, en la luz de su mirada, en las armonías de su Palabra, en los efluvios misteriosos de su Corazón. Sentimos verdadera necesidad de “reavivar el carisma” (2 Tim 1, 6), de sentir una nueva invasión de vida y de Espíritu que nos capacite para enfrentar en forma nueva la evangelización del mundo, de nuestro mundo alejado de Dios por el materialismo y consumismo, cansado, escéptico, inquieto y desorientado.

En el fondo, es lo que nos pide nuestra Constitución 2, que es como el núcleo más hondo y más rico de nuestra espiritualidad: “Los Oblatos lo dejan todo para seguir a Jesucristo. Para ser sus cooperadores, se sienten obligados a conocerle más íntimamente e identificarse con él y a dejarle vivir en sí mismos…” Ese conocimiento íntimo, esa identificación activa y pasiva con él es tarea y gracia de toda nuestra vida personal y colectiva. Y será especialmente tarea y gracia del capítulo del 2010.

En ese “recentrarnos vitalmente en Cristo”, en esa nueva inmersión en su misterio, veo como tres aspectos fundamentales que responden a la triple dimensión de nuestra vida teologal y que nos invitan a una reflexión sencilla y sabrosa.

1. Ver el mundo con los ojos de Cristo: acercarnos a Él, escuchar sus palabras, compartir con Él nuestras inquietudes, nos lleva a pensar como Él, a asumir sus criterios, a caminar en su Luz, a ver el mundo con sus ojos de Maestro bueno, que vino a nosotros para dar testimonio de la verdad (Jn 18, 37), de Redentor que muere para dar vida a los hombres todos, de Buen Pastor, que conoce a sus ovejas con un conocimiento amoroso, íntimo y vivencial, impregnado de afecto y de ternura, de comprensión y de compasión.

Nuestra fe es precisamente verlo todo a través de los ojos iluminados de Jesús: Ver con Él al Abbá, comprometido con nuestra pobre humanidad descarriada, al Abbá bondadoso y compasivo que manda su sol y su lluvia sobre buenos y malos, que escucha el clamor de los pobres y afligidos, que quiere la salvación de todos, que hace fiesta cuando recupera al hijo que ha malgastado todo su haber, que muestra su poder sobre todo perdonando y compadeciéndose.

Ver con los ojos iluminados de Jesús nuestra poquedad y miseria, nuestra vasija de arcilla escogida por Él para llevar su Mensaje, los tesoros de su Gracia y de su Amor a los hombres que El ama. Ver con los ojos iluminados de Jesús al mundo redimido con su Sangre, a las almas que le pertenecen, a las almas que, impulsadas por su Espíritu divino, le responden con un amor exquisito y una entrega heroica, y a las que le siguen vacilantes y temerosas, sin ver claro el horizonte y sin valentía para darse del todo, y también a las que se resisten a los requerimientos del Amor.

Con los ojos iluminados de Jesús vio Eugenio al mundo de su tiempo: vio las ruinas acumuladas por la Revolución, vio a la Esposa del Salvador perseguida y devastada, vio a las almas redimidas por el misterioso torrente del Calvario, que corrían desaladas hacia su perdición, vio menospreciada la gloria del Padre, y así, con el corazón conmovido, se lanzó a la aventura de su vida…

Y en esa aventura estamos nosotros. ¡Ojalá la llevemos a cabo con la misma fe, con la misma serenidad interior y profundidad, con la misma certeza y seguridad del discípulo que exclamaba! : “¿A quién vamos a ir, Tú tienes palabras de vida eterna?” (Jn 6, 68). Si nos acostumbramos a mirar a través de los ojos de Jesús, esa actitud nos capacitará para ver “los signos de los tiempos” mejor que todos los análisis sociológicos, psicológicos y políticos, necesarios por otra parte. El discernimiento juntamente con la audacia nos pedirá mutaciones serias y a veces empeños costosos, pero no nos sumergirá en la angustia ni nos hará vivir en la inestabilidad, el nerviosismo y el ensayismo. Acercarse a Jesús es dejarse guiar por su Palabra y vivir en la Verdad que nos hace libres…

Hacemos mucho, corremos mucho, predicamos mucho, y a veces Dios nos otorga la gracia de ver el fruto de nuestros trabajos, vemos que nuestro empeño misionero es eficaz… Pero muchas veces hay demasiada ansiedad, demasiado lastre humano en nuestras actividades febriles, cansadoras y estresantes. Quizás tendríamos que hacer menos, correr menos pero con mayor enraizamiento en la Palabra, y por tanto con más amor, más ternura comprensiva y mayor eficacia liberadora.

2. Apoyarnos en el costado de Cristo. Si Cristo es luz para nuestros ojos, verdad para nuestras mentes, es también apoyo y alivio, solaz y alegría, fuerza y entusiasmo para nuestros corazones inquietos, frágiles y vacilantes… Sólo Él pudo decir palabras tan inefablemente alentadoras como éstas: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso…aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas…” (Mt 11, 28s). Pensamos en el Amigo que nunca falla, en el Buen Pastor que lleva en sus hombros a la oveja perdida, en el Maestro que deja al discípulo amado descansar suavemente en su costado… Sostenidos por él…

En medio de las luchas y contradicciones, en las incertidumbres y perplejidades, contamos con un apoyo firme y seguro…Con el Apóstol podremos decir en cada caso: “Sé de quién me he fiado” (2 Tim 1, 12). Él ha tenido la dignación de considerarnos dignos de su confianza (cf 1 Tim 1, 12); y por tanto cuenta con nuestro pobre vaso de arcilla para llevar sus tesoros.

El Maestro no nos señaló un camino fácil, nos introdujo en el suyo, el de la cruz, el de la persecución, las apreturas y los fracasos. Así fue para los apóstoles, para San Eugenio y sus misioneros. Así es para nosotros en nuestro mundo materialista, alérgico a los verdaderos valores y saturado de egoísmo y de violencia. Pablo hablaba de las luchas de afuera y de los temores experimentados en el interior de su persona (2 Co 7, 5). Las luchas y los temores nos rodean y nos atacan peligrosamente y nos pueden llevar al cansancio, al escepticismo, a la neurosis o a buscar el remedio en un activismo extenuante y estéril. La Misión, con su exigente grandeza y sus peligros, con su inevitable dureza, nos invita a refugiarnos en Cristo, a contar con su presencia reconfortante en nuestro ministerio (“estaré con vosotros todos los días”: Mt 28, 20)) y especialmente en el banquete eucarístico. Ahí nos va a repetir: “Soy yo, no temáis” (Lc 24 36) y “¡Animo, yo he vencido al mundo!”(Jn 16, 33).

Nuestro Fundador termina el ardiente bosquejo de los hombres apostólicos con los que quiere renovar la sociedad de su tiempo, con esta frase: “luego, con firme confianza en Dios, entrar en la lid y luchar hasta la muerte (cruenta)…” (Prefacio).

Esta fuerza que es la esperanza cristiana, necesitamos acrecentarla y avivarla tanto más cuanto mayor es en nuestro entorno la insatisfacción, el desencanto, el escepticismo práctico y la misma desesperanza que ensombrece todos los horizontes. Hoy el misionero no solo tiene que dar al mundo “cuenta de su esperanza” (1 Pe 3, 15) sino que tiene contagiar esa actitud con su vida desprendida, serena y alegre. Tiene que dar testimonio claro de las bienaventuranzas evangélicas. Lo cual no es posible más que cultivando una amistad íntima con el Salvador.

3. Amar con el corazón de Cristo. La cima de nuestra identificación con Cristo se realiza en el amor, que es la suma de la perfección como Él mismo nos enseñó. Nuestro “estar con Cristo” significa ante todo “estar amándole” y “estar dejándonos amar por Él”, significa sentir los latidos redentores de su Corazón y sus deseos de “poner fuego en la tierra” y de que ese fuego ya estuviera ardiendo (Lc 12, 49), y vernos empeñados con Él en la realización de su Reinado que es un reinado de Amor…Conocemos la carencia de amor en que vive nuestra humanidad, por el egoísmo que la empobrece y entristece profundamente. Y ahí es donde nos sentimos llamados a ser testigos del amor insondable de Cristo Mensajero y reflejo del Padre, Redentor y Buen Pastor de los hombres…

Estar con Cristo implica para nosotros el empeño cotidiano de poner con la oración y la Eucaristía nuestros corazones en contacto con el Suyo, al ritmo del Suyo, como prolongación viva del Suyo. Pablo manifiesta a los filipenses que la ternura de Cristo no le permite olvidarlos, pues los quiere “en las entrañas de Cristo Jesús”, es decir, con el Corazón de Cristo (Fil, 1, 8). A los corintios les enseña: “El amor de Cristo nos apremia”, pues si Él murió por todos es justo que todos vivan para Él ( 2 Co 5, 14s). A los tesalonicenses les demuestra su amor de apóstol, hecho de celo luchador y audaz, pero empapado en afecto entrañable, paternal y hasta “maternal” (1 Tes 2, 1-12). También el Vaticano II nos recuerda cómo María es modelo del amor “maternal” que deben mostrar todos los que trabajan en el apostolado (LG 65).

Por otra parte, Pablo que vive hondamente impresionado porque es Cristo quien vive en él y porque le amó hasta entregarse por él (Ga 2, 20), siente una seguridad inconmovible en la victoria definitiva de ese amor en medio de los males que le rodean y exclama triunfante: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?¿la tribulación? ¿la angustia?...¿la espada? …En todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rom 8, 35ss). Aquí vemos cómo culmina, en un maravilloso intercambio de amor, nuestro estar con Cristo. Estar con Cristo en el que actúa un dinamismo de doble corriente simultánea: de nosotros a Cristo, hay un esfuerzo ascético de imitación y seguimiento; de Cristo a nosotros, hay una irradiación mística por la que su Espíritu nos configura e identifica con Él. El Espíritu de Jesús es el que derrama el Amor de Dios en nuestros corazones, de modo que podamos llamar Padre a Dios desde nuestra identificación con Cristo (cf. Rom 5, 5). Y Jesús mismo pide al Padre “que el Amor con que Tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 26).

No es difícil ver lo que esta triple inmersión en Cristo puede significar en nuestra vida y en nuestra misión: mirar el mundo con los ojos de Cristo y con sus sentimientos de compasión y comprensión; encontrar en Cristo el consuelo y la fortaleza para superar las dificultades y los cansancios; dejarnos invadir por el amor de Cristo para ser instrumentos eficaces de su Reino., y anunciarlo “con el fervor de los santos”, como nos lo recordaba Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi (n 80).

No es difícil tampoco percibir las exigencias de vida interior que ese ideal reclama de nosotros, que es lo que la Constitución 2 nos pide: un intercambio constante y amistoso con el Maestro, el Salvador y el Buen Pastor de la humanidad, mediante una intensa contemplación de sus misterios y una profunda vivencia eucarística.

Es evidente que esta unión a Cristo no excluye ni minimiza el recurso a los medios humanos, técnicos, sociales etc. pues El con su encarnación nos enseñó a valorar todo lo humano y a asumirlo para la realización de su Reino. Pero todo lo humano debe ser potenciado por la gracia divina.

Como cristianos, como apóstoles y como oblatos, tenemos un medio excepcional para acercarnos a Jesús, estar vivencialmente con Él y sumergirnos en su misterio: es tener presente a María y dejarnos acompañar por ella en la contemplación amorosa de los hechos y palabras del Verbo encarnado y contar con su intercesión maternal para poder llevar a los hermanos como corresponde el anuncio del Reino.

Concluyendo: Al invitarnos a convertirnos a Cristo, a centrarnos de nuevo en Cristo, el Capítulo de 2010 nos lleva a renovar y fortalecer el arraigo de nuestra espiritualidad misionera en Cristo, según el ejemplo que nos legó nuestro Fundador, y por tanto nos ofrece la esperanza de ver dentro de la familia oblata un nuevo florecer de santidad y de apostolado misionero en el hoy del mundo y de la Iglesia.

Asunción 10-11-09



[1] Nos limitaremos al periodo de su seminario en San Sulpicio de Paris. Nos inspiramos en el volumen 14.
[2] Cf. Ecrits spirituels, n° 14 ; 24. Oraciones, p. 33.
[3] Cf. Ecrits spirituels n° 14 ; 27. Carta a la señora de Mazenod, 29 junio 1808.
[4] Cf. Ecrits spirituels, nº 14; texto nº 28, Resoluciones tomada durante su retiro hecho al entrar en el Seminario los primeros días de octubre de 1808.
[5] Ecrits spirituels, n° 14, carta 68, a la señora d Mazenod, 14 abril 1810.
[6] Ecrits spirituels, n°14, 28. Resoluciones tomadas en el retiro hecho para entrar al seminiario los primeros días de octubre de 1808 (entre 12 y el 19 octubre de 1808).
[7] Ecrits spirituels, n° 14, Carta 45, a la señora de Mazenod, 13 febrero de 1809.
[8] Ecrits spirituels, nº 14, Carta 70, a la señora de Mazenod, el 10 junio de 1810.
[9] Ecrits spirituels, n° 14, 28. Resoluciones tomadas en el retiro hecho para entrar al seminiario los primeros días de octubre de 1808 (entre 12 y el 19 octubre de 1808).
[10] Ecrits spirituels, n° 14, Carta 29, para la abuela, del 18 octubre 1808.
[11] Ibidem.
[12] Ecrits spirituels, n° 14, Lettre 37, a la señora de Mazenod, el 25 diciembre de 1808.
[13] Ecrits Spirituels, nº 14, Carta 46, a la señora de Mazenod le 28 febrero de 1809.
[14] Ecrits Spirituels, nº 14, Carta 51, a la señora de Boisgelin, mitad de Arbil 1809.

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