293 - Marzo 2010

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Conversión: Nuevo corazón, nuevo Espíritu, nueva Misión


La Comisión precapitular pidió a una serie de Oblatos que escribieran una reflexión sobre algunos aspectos del tema elegido para el 35º Capítulo general. En los próximos meses, OMI Documentación publicará estas reflexiones. Se las puede también encontrar en el vínculo Capítulo general de www.omiworld.org así como en el vínculo Documentación, sobre la misma página.

Estos textos se proponen ser útiles para la reflexión personal y común de los Oblatos y de sus Asociados laicos. Un Capítulo general no es un acontecimiento que sólo compromete a los capitulares electos y “ex officio”. Compromete a todos los que comparten el carisma de San Eugenio de Mazenod.

Centrados en la persona de Jesucristo, la fuente de nuestra misión, nos comprometemos a una conversión profunda y comunitaria.


Reflexión sobre la “Conversión”
Ante la preparación del Capítulo General de 2010

Hno. Esc. Jens Watteroth, OMI

El hermano Jens Watteroth, OMI, es un estudiante de teología de 29 años en el Escolasticado Oblato de Lahnstein, Alemania. Es miembro de la Provincia de Europa Central.

Conversión Personal

Lo primero que me viene a la cabeza cuando pienso en la conversión de mi vida personal es que tiene mucho que ver con volverse a Dios, a Jesucristo. Como oblato, quiero seguir a Jesús en mi vida, lo que significa llegar a conocerlo mejor y tenerlo como modelo de mi vida entera. No es algo ya completo, como si pudiera hacerse de una vez y ya fuera un perfecto oblato, un perfecto cristiano. Hay, realmente, la necesidad de preguntarse una y otra vez si la dirección en la que estoy yendo sigue orientada al Señor y, si no, corregirla, convertirme, cambiar de rumbo. Algunas cosas me vienen a la cabeza.

Lo primero, la conversión personal tiene que ver conmigo, conmigo como persona, quién soy en realidad. Esto suena obvio, pero creo que es bueno mencionarlo. La conversión sólo tiene lugar cuando comienzo a abrir mis ojos para verme a mí mismo, para mirar mi vida tal y como es y dónde estoy, para mirar mi vida con sus aspectos buenos y malos. Para ser capaz de convertirme a Dios, primero he de admitir que me he apartado de Él, del camino que quiere recorrer conmigo. San Eugenio dijo que debemos buscar la santidad en nuestra vida; eso no significa hacer algo en especial, no significa que debamos parecer santos, sino que en realidad hemos de intentar ser santos.

Aunque esto tiene que ver conmigo, no soy yo sólo quien tiene que hacer algo. La conversión no se puede realizar por mí mismo. Es cierto que puedo y debo volverme a Dios, volverme hacia Dios, pero sigue siendo Él quien ayuda a que esta conversión sea fructífera. Estamos hablando de un “corazón nuevo”, pero este corazón nuevo no me lo puedo dar a mí mismo. El corazón que tengo ahora es lo que puedo ofrecer a Dios y, partiendo de aquél, Él puede hacer un corazón nuevo, si es su voluntad. Cada esfuerzo, todo lo que hago, he de ponerlo ante Dios en la oración y confiar en su obra de santificación y renovación.

La conversión no es sólo algo para ocasiones especiales, para los grandes momentos cruciales en la vida, o para tiempos especiales del año, como el Miércoles de Ceniza y el tiempo de Cuaresma. La conversión es para cada día y es necesaria también en la vida normal de cada día. La pregunta es: “¿estoy de veras siguiendo a Jesús en lo que estoy haciendo o me he apartado de Él?”. Esto es lo que me he de preguntar cada día y en cada pequeña cosa que hago o dejo de hacer. La conversión no es algo que comprenda únicamente la vida de oración y los votos, sino también las cosas normales y cotidianas de la vida diaria. ¿Cómo me estoy comportando con los demás, con mis hermanos oblatos?. ¿Cómo estoy sirviendo en la cocina, preparando el desayuno?. ¿Cómo estoy estudiando?. ¿Qué estoy haciendo en mi tiempo libre?. La pregunta que he de hacerme todo el tiempo es ¿estoy haciendo las cosas de tal modo que pueda encontrar a Dios en ello o necesito conversión?. La santidad no es cosa de grandes hechos sino que la santidad es un modo de vivir la vida diaria. El oblato es un hombre que se ofrece a Dios, a sí mismo con todo lo que es y hace, especialmente las cosas normales de la vida cotidiana.

Para vivir la conversión es importante abrir mis ojos a mi propia vida, con todos sus fallos y con todo lo bueno que tiene. Por tanto, he de mirar a mi vida en la oración, escuchar lo que Dios me está diciendo, hablar con el director espiritual y escucharlo, así como a la gente que me dice lo que he hecho bien o mal. La vida comunitaria puede ser una buena ayuda para ello y deberíamos, pues, encontrar un modo adecuado para ayudarnos a ver con mayor claridad en nuestra propia vida, ver más claramente los pasos que nos pueden llevar en la dirección adecuada hacia el Señor y qué pasos, en cambio, nos llevan en la dirección equivocada. A veces la conversión no significa decir que las cosas que he hecho, o la forma en que las hice, fueron equivocadas; puede significar también decír, esto una vez fue bueno, pero ya no ayuda, por lo que he de cambiarlo. En todo ello no hemos de olvidar a Dios y su papel; siempre ha de ser un proceso espiritual.

Conversión comunitaria

La conversión en comunidad puede signifcar también conversión hacia la comuniad. El Fundador dice que debemos tener “un corazón y una sóla alma”. La vida en comunidad se basa en la conversión personal a Jesucristo, dado que Él es el centro alrededor del cual se congrega la comunidad. Si Él es el centro y cada uno se convierte a Él, va hacia Él, en último término cada uno se acerca a los demás miembros de la comunidad. La conversión a Cristo comprende, en tal caso, volverse a la gente que me rodea, la gente que vive en comunidad conmigo, pues en ellos puedo encontrar también a Jesucristo.

Normalmente, la comunidad en la que vivo no ha sido escogida por mí. Hay gente viviendo en comunidad y no por ello son automáticamente amigos míos y no son aquellos con los que simpatizo; hay también gente con los que no me es facil vivir. En este caso, la conversión significa ir al encuentro unos de otros, no juzgar al otro por lo que parece ser, por lo que aparenta o por lo que dijo en el pasado. Es necesario tener en mente que ha sido llamado a esta comunidad por Jesucristo al igual que yo, que él también está en su camino de seguimiento de Jesús, que ha de volverse a mí al igual que yo he de volverme a él. Pero se necesita mucho más de lo que yo puedo dar de mí. La vida en comunidad como “un corazón y una sóla alma” significa no sólo vivir en la misma casa y comer en torno a la misma mesa, sino ser una vida de comunidad, compartir unos con otros la vida.

Compartir la vida significa dar algo de mi propia vida, algo de las alegrías, pero también de las sombras y los malos tiempos, de lo que me mueve y en lo que pienso, de mi vida espiritual, pero también de mi vida ordinaria y cotidiana. Y también significa recibir algo de la vida de los hermanos, interesarme en cómo está el hermano, interesarme en lo que hace, en lo que le gusta lo le disgusta, en aquello en lo que vive y de lo que vive. Esto no será tan facil con todos ni con cada uno, por lo que este paso es también una conversión que ha de repetirse una y otra vez, una conversión a una vida con Cristo.

San Eugenio dice que hemos de vivir según nuestras constituciones y reglas para ser verdaderos oblatos. La conversión a una vida de seguimiento de Jesús como oblato sólo es posible en comunidad. En la vida concreta de comunidad, la vida con mis hermanos oblatos, pues puede mostrarme dónde he abandonado este camino y me he apartado de Jesús. Puede que ello tome la forma de alguien que, de modo fraterno, me dice lo que he hecho mal o lo que podría hacer mejor. Pero también se da en los conflictos, los que se dan a cada momento, donde puedo aprender por mí mismo lo que he de cambiar en mi vida, dónde se necesita la conversión.

Pero hay también conversión en comunidad. Si somos verdaderos oblatos, podremos ver, si nos lo preguntamos, si estamos viviendo según nuestras constituciones y reglas, las cuales sólo pueden ser vividas en comunidad. Es, pues, necesario preguntarnos juntos cómo estamos viviendo estas constituciones y reglas en nuestra vida concreta, en nuestra vida contidiana y en nuestra vida comunitaria. La pregunta, si hablamos de nuestro estilo de vida, es si ésta es acorde a nuestras constituciones y reglas. La cuestión es si estamos dispuestos a cambiar nuestro estilo de vida o insistimos en lo que siempre hemos hecho o en lo que es más facil de hacer. La pregunta es si es posible en nuestras comunidades un compartir sobre estas cuestiones, no sólo en las casas de formación, sino también en otras comunidades, y si esto lo vemos como un proceso espiritual.

Conversión misionera

Como Misioneros Oblatos, somos muy conscientes de que lo que puedes decir sobre la Iglesia entera: tenemos una misión para con este mundo. La conversión y nuestra misión están ligadas de modo que la conversión personal y la conversión en comunidad afectan a nuestra misión. Hemos de intentar ser santos, pero no para nosotros mismos, sino para hacer fructífera nuestra misión. Sólo podemos ser un signo de lo que queremos decir a la gente si nos convertimos personalmente y en comunidad, una y otra vez, hacia Dios. Podemos convertirnos en auténticos cristianos, auténticos oblatos, si intentamos hacernos santos.

La conversión a Dios significa también conversión a una nueva misión. Especialmente en Alemania, especialmente en Europa, estamos haciendo frentes a una situación totalmente nueva en la que tenemos que preguntarnos si aún seguimos en la senda de nuestra misión. En el Prefacio del Fundador, vemos una buena observación del mundo que le rodeaba, de la gente y de cómo están viviendo. También para nosotros esto debería constituír el primer paso: ver la sociedad, ver cómo vive la gente y aquello de lo que viven, especialmente en tiempos de una sociedad cambiante. En aquello que vemos, podemos entender qué nos llama Dios a hacer en este momento concreto en que vivimos, dónde nos manda, o mejor dicho, a quién nos manda. Ambas cosas sólo pueden ir juntas: ver la situación y escuchar a Dios. Nunca debemos olvidar que es Dios quien nos envía. Escuchando su Palabra y viendo los signos de los tiempos podemos comprender cuál es nuestra misión en este momento.

La conversión a una nueva misión nunca es facil. Ello significa también dejar una misión “vieja”. Significa decir claramente: lo que estamos haciendo era bueno, pero ahora es necesario hacer otras cosas; ver que lo que estamos haciendo no es malo, pero nuestra misión es otra. Para ser capaces de hacerlo, necesitamos valor, pues tenemos que dejar atrás cosas en las que hemos vivido y trabajado bien, y en las que nos hemos sentido como en casa. Para poder hacerlo, hemos de confiar profundamente en Dios, ya que nunca podremos saber exactamente a dónde nos quiere guiar y a dónde nos dirigimos. Y necesitamos valor, pues ser enviados significa que, realmente, hemos de ir. La misión, y esto, en mi opinión, es esencial, incluye que hay un “a quien”. Ser enviados no tiene sentido si no hay nadie a quien somos enviados. Y eso significa que hemos de ir, que hemos de cruzar las fronteras de nuestra comunidad, las fronteras de la Iglesia e ir a la gente a que somos enviados. La misión no significa quedarnos y esperar a que venga la gente; no es una cuestión de qué hemos de ofrecer a la gente para que venga a nosotros, sino que la cuestión es: ¿estamos yendo de veras a la gente, la gente que no conoce a Cristo?.

La conversión a una nueva misión significa también saber cómo estamos yendo a la gente a la que somos enviados. Siguiendo a nuestro Fundador, la misión de los oblatos es decir a la gente quiénes son: hijos amados de Dios. Eso significa que no tenemos nada que llevar a la gente o que el sentido de la misión es hacer que la gente venga a nosotros. Significa que la gente, pero también nosotros, hemos de encontrar dónde y cómo está Dios realmente presente en nuestras vidas; que tienen que aprender de qué modo ello afecta a su vida y aquello que han de hacer con sus vidas. También para este paso hemos de recordar que Dios también está operante en todo ello, que no no somos nosotros solos quienes tenemos que lograrlo, sino que es Dios quien ha de hacerlo y que Él está haciendo su parte del trabajo. Y hemos de recordar que Dios, el Espíritu Santo, está de hecho operando en una forma “nueva”, que crea algo “nuevo” que ni siquiera podemos imaginar. La conversión a la nueva misión no significa llevar cosas “viejas” a la gente, sino encontrar formas “nuevas” de vivir la propia fe, encontrar nuevos modos de vivir con y para Dios. Cuando llegamos a vivirlo realmente, esto tiene consecuencias en nuestra comprensión del evangelio y, por tanto, abre también un nuevo camino para la conversión personal.

La conversión a una nueva misión es sólo posible si nos preguntamos a nosotros mismos cuál es nuestra misión particular, personal y en comunidad, y si podemos hablar de esta cuestión en nuestras comunidades, y también en nuestras provincias, para ver si estamos abiertos a encontrar nuevas caminos de ir a la gente. Ello ha de incluir también la oración, pues es importante seguir no sólo las cosas que quiero hacer, sino asumir el riesgo, intentar cosas nuevas. El punto más difícil, quizá, es cruzar las fronteras, dejar atrás la seguridad de la comunidad y de la Iglesia e ir a la gente. Estar abiertos a la idea de que mi forma de vivir mi fe, mi forma de vivir con y en la Iglesia no es la forma de todos, e incluso quizá tampoco sea mi camino en el futuro.

Aspectos generales

Cualquier forma de conversión sólo es posible si abrimos nuestros ojos y, especialmente, nuestro corazón para ver a la luz del Evangelio lo habido y concretar dónde nos hallamos. Sólo es posible si intentamos econtrar en la oración, no sólo en la oración personal, sino también en la oración en comunidad, el camino que Dios quiere recorrer con nosotros. Es sólo posible si hablamos unos con otros sobre estas cuestiones y si hay un compartir real sobre ello, y si dicho compartir se comprende como un proceso espiritual. Tenemos la gran ventaja de que vivimos junto con gente que están siguiendo una vocación que no es tan distante de la nuestra. Ello debería abrir el camino a un compartir espiritual de muchas formas, y no sólo en nuestras casas de formación, sino en todas las comunidades, en nuestras provincias y en cualquier parte en que los oblatos vivan o trabajen juntos.

La conversión significa no quedarnos quietos en lo que ya hay, sino ser capaces de dejarlo atrás. Como misioneros, hemos de vivir especialmente el hecho de estar aún de camino. Ello comprende no sólo vernos a nosotros mismos y lo que nos gusta más y aquello que me resulta más cómodo, sino estar abierto a lo que Dios quiere en este mismo momento, lo que hago y cómo lo hago. Es necesario recordar que no soy yo la medida, sino que Dios tiene una palabra que decir sobre ello, tiene que decir su Palabra, ya realmente presente en este mundo y en nuestra vida. El otro aspecto es que, en este proceso, podemos confiar también en Él, que sabemos que no somos nosotros quienes hemos de hacer milagros, sino que Dios hace su parte y que El hace fructífero nuestro trabajo, incluso si no tiene éxito alguno a nuestros ojos.


Una historia personal de conversión

Hno. Esc. Devin Watkins, OMI

El hermano Devin Watkins, OMI, es un estudiante de 25 años, estudiante del primer año de teología de la Provincia de Estados Unidos, en la Escuela Oblata de Teología en San Antonio, Tejas.

Cada historia se cuenta con un propósito y sería negligente si les contara mi historia sin, al menos, darles a conocer aquello en lo que pretendo centrar mi atención. Como sabemos, la aceptación del amor y misericordia incondicionales de Dios es de importancia capital en la conversión; la experiencia del Viernes Santo de San Eugenio da testimonio de ello. Ahora sí, permitan que proceda a compartir cómo el don radical de la sanación de Dios me ha dado “un nuevo corazón, un nuevo espíritu, una nueva misión¨.

Muchos elementos de mi historia de conversión tienen como centro un suceso que ocurrió cuando tenía 14 años. El 5 de febrero de 1999, mi madre (SuAnn), sus padres y dos de mis hermanas pequeñas (Julie y Kristin) fallecieron trágicamente cuando se cayó el pequeño avión en que volaban. Esto nos dejó a mi padre (Richard), mi hermana (Allison) y a mí sufriendo y llorando nuestra pérdida. Antes de dicho suceso, eramos una familia feliz y católica viviendo en una granja algodonera del oeste de Tejas. Días normales, ocupados, con mucho de amor en ellos, caracterizaban nuestras vidas en común. Sin embargo, tras ese día, pareciera que cualquier recuerdo de una vida normal había quedado hecho trizas para siempre. El shock fue lo que predominó el par de días siguientes y, cuando estábamos arrodillados rezando el rosario con la comunidad en el velorio, miraba a los cinco ataúdes frente a mí y casi deseaba estar en uno de ellos. De pronto, en medio de la oscuridad y dolor que ensombrecían mi mente, sentí que un rayo de la paz de Dios brotaba en medio de todo ello. Percibí de forma algo imprecisa que Jesús me había dado a su propia Madre, María, para que estuviera conmigo como mi nueva Madre, y supe que algún día este hueco en mi corazón sería llenado. Esta fue mi primera conexión real con María.

Pasados los sucesos de aquella semana, y una vez que la vida comenzó a seguir su ritmo normal, olvidé aquél sentimiento de paz y esperanza. En la escuela secundaria, comencé a llenar ese vacío en mi corazón con fiestas, bebida y citas. La vida universitaria fue parecida, incluso peor; no tenía nada ni nadie que pudiera limitar mis excesos y deambulaba de una noche brumosa a otra. Los domingos eran lo peor. Podía ir a Misa la mayoría de los domingos, pero tras ello sentía la depresión, soledad y vacío que me acechaban cuando nadie me apartaba de aquello en lo que me estaba convirtiendo. De cuando en cuando, en los momentos en que me sentía muy mal, tomaba el rosario que colgaba sin usar del pomo de la puerta y recitaba un par de misterios. Entonces el consuelo y el bienestar me podían envolver durante un momento, pero luego seguía mi camino como el hombre que se mira en el espejo y se olvida inmediatamente de su apariencia. Así, pues, fueron mis primeros tres años en la Universidad A&M de Tejas, pero Dios comenzó un proceso que empezaría a abrir mis ojos a sus misericordia, a la espera de colmarme.

En la primavera de mi penúltimo año, asistí a un retiro de fin de semana al estilo de los “Cursillos de Cristiandad” que se llamaba “Aggie Awakening” (Despertar agrario), pues se suele llamar “aggies” a los estudiantes de mi universidad, dado que muchos estudian agronomía. Un mes después, me invitaron a una conferencia que daba un famoso predicador católico. El siguiente verano, estando en casa, mi hermana Allison me dio un libro llamado “La verdadera devoción a María”, de San Luis de Montfort. Al leerlo, sentí la inspiración de hacer el proceso de consagración a Jesús por medio de María renovando mis promesas bautismales y dedicando toda mi vida a Dios. Sin embargo, erróneamente juzgué que era indigno de ello, y que debía trabajar por ser mejor persona antes de pretender algo de tal magnitud. Esta falta de aceptación de mi finitud me llevó a extremos incluso peores, sumergiéndome aún más en la oscuridad. Ahora bien, cuando terminé de leer el libro por primera vez, me prometí que lo leería de nuevo en otoño. Afortunadamente, mantuve mi promesa y, tras leerlo de nuevo, vi que lo que se necesitaba era la perfección de entregarse y no la perfección de no tener faltas.

Comencé, entonces, los 33 días de preparación para mi consagración personal recitando el rosario y uniéndome a diario a Jesús por medio de María. En todo ese tiempo, percibí que mi profundamente arraigada inclinación al pecado grave disminuyó considerablemente. Seguían estando presentes las ocasiones, pero no mi atracción por ellas. Al comienzo del proceso, me sentía ligero y feliz, pero a medida que pasaban los días, las cosas se volvieron más difíciles y comencé a comprender el peso y la gravedad de lo que estaba eligiendo libremente: la Cruz de Cristo. Durante este proceso, una pregunta seguía sacudiéndose en mi cabeza: “¿Me estaba llamando Dios al sacerdocio?”. Este pensamiento apareció un día en la Misa diaria, durante las palabras de la consagración. “Hagan esto en memoria mía” resonaba en lo hondo de mi ser, como si Jesús pidiera decir estas palabras por medio mío. Aún así vacilaba, ¿no sería esto cosa mía?.

Entonces, el día de mi consagración, el 8 de diciembre de 2006, acudí a la confesión y a la Misa y dije mi oración de consagración. Desde aquél momento, percibí que caía un peso de mis hombros. Fui a la capilla para la adoración del Santísimo Sacramento y pasé cerca de tres horas rezando con gran fervor. Estando de rodillas y rezando mi rosario, al igual que varios años atrás, sabía con todas las fibras de mi ser que mamá, Julie y Kristin estaban justo junto a mí rezando conmigo. En ese momento sentí el mismo rayo de paz, de luz penetrante de Dios, que experimenté la noche del velorio. La alegría penetraba mis sentidos, y sabía que nunca volvería a caminar solo. El dolor y la miseria que había conocido durante años se habían ido, y el vacío en mi corazón había sido llenado por un amor y una misericordia incondicionales. Además, sabía también con certeza que estaba siendo verdaderamente llamado a ser sacerdote; ¿cómo sino podía responder a una generosidad tal que Dios me había mostrado?.

Entonces comenzó la parte verdaderamente dura: ¿a qué comunidad o diócesis me estaba llamando Dios?. La decisión no fue ni facil ni tampoco dramática. Yendo a casa para las vacaciones de Navidad, mi padre me dijo que nuestro obispo diocesano, Michale Pfiefer OMI, pertenecía a una comunidad en cuyo nombre estaba María; me pareció un buen lugar para comenzar, por lo que me encontré con él y me puso en contacto con el director vocacional, el P. Charles Banks OMI. La insistencia del P. Charles por mantenerse en contacto conmigo fue crucial, y me introdujo a la figura de San Eugenio de Mazenod por medio de un folleto. El temperamento fiero de este hombre me recordaba al mío propio, y su época del exilio me hizo volver a los años que pasé como excluído de la verdadera felicidad. Pero fue su amor por los pobres y los más abandonados lo que, finalmente, abrió mi corazón a los Misioneros Oblatos de María Inmaculada.

Finalmente, decidí ingresar y, con el tiempo, me dí cuenta de que la paz que una vez sentí tan sólo de forma ocasional, había tomado morada permanente en lo hondo de mi ser. Ahora comprendo que Jesús permitió que todos esos años sintiera el peso aplastante de las tinieblas para poder sentir lo mismo que aquellos que han perdido el último asomo de esperanza. “Si llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, es con la esperanza de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (CC. y RR. OMI, nº4).


Conversión

Posnovicios de la casa “Beato José Gerard”
Asunción – Paraguay

Les saludamos en nombre de nuestro Señor Jesucristo y nuestra madre María.
Estamos agradecidos por tenernos presente, hemos dedicado un tiempo para reflexionar sobre la conversión, tema del capítulo general. Este es el resultado de nuestra reflexión.


En primer lugar debemos, recordar cuál es nuestra identidad oblata y nuestra opción. ¿Quiénes somos? ¿Cuáles son nuestros ideales? ¿Con quiénes nos comprometemos como Oblatos? No olvidmos que son fundamentalmente los pobres y la Iglesia y la proclamación del Reino de Dios, por medio del testimonio de la vida sencilla y comprometida, llevando adelante el ideal Oblato: anunciar la Buena Noticia a los más abandonados, siendo la voz profética de los sin voz al igual que tantos Oblatos que nos han precedido.

El ser oblato requiere siempre una constante y progresiva conversión, reconocer nuestra limitación y nuestra dependencia de Dios y también reconocer los valores y virtudes propios del carisma expresado en la vivencia comunitaria.

La conversión personal debe ser buscada y expresada en la comunidad y entre los hermanos. La comunidad debe ser el medio y a la vez el lugar de la conversión. Esta conversión apunta siempre hacia nuestra identidad como oblatos; trabajar seriamente para ser santos y caminar siempre por los senderos que recorrieron tantos obreros evangélicos; procurar renovarse y crecer constantemente en el espíritu de la vocación a la cual hemos sido llamados.

Para esto, necesitamos de la comunidad, del hermano que sigue el mismo camino. Es una actitud evangélica mirar y cuidar al hermano y, cuando sea necesario, practicar la corrección fraterna con espíritu de caridad.

Vivir en comunidad implica y requiere humildad, entrega, gratuidad y aceptación de las limitaciones, así como también valorar las virtudes y valores de ella. Esta experiencia vivida en comunidad es la fortaleza que nos lleva a prolongar nuestro carisma en la Iglesia y en las comunidades donde estamos presentes, es decir, en la misión.

En esta comunidad es donde debemos ayudarnos, para crecer y madurar en la vida espiritual y afectiva, comenzando a trabajar estos aspectos ya desde la formación primera. Motivar y alimentar los valores oblatos y la integridad de vida.

¿Qué es la conversión?

Es un caminar siempre sobre las huellas de Jesucristo. Este es un camino lento, progresivo e, incluso, conflictivo en muchos momentos. Por tanto, es necesaria una actitud paciente y humilde para seguir. Es volver a centrar nuestra vida en CRISTO, entablar una relación de intimidad con él. Es ser signo profético de Cristo y de su Reino en medio de la gente, a quienes dedicamos nuestra vida. Es poner toda nuestra fuerza y nuestra energía para que la Gloria de Dios se haga presente en medio de la gente a quienes somos enviados por la Iglesia.

Necesitamos profundizar nuestra espiritualidad, no descuidar nuestro seguimiento de Cristo. Amar y alimentar nuestra vocación en la oración, los sacramentos, principalmente la Eucaristía, la reconciliación y también de la vida comunitaria fraterna y solidaria. No debemos desviar nuestra mirada del carisma y de aquel llamamiento que escuchó San Eugenio de Mazenod: abrasado de amor a CRISTO y a su Iglesia, quedó hondamente impresionado por el abandono en que estaba el pueblo de Dios. Decidió ser el servidor y sacerdote de los pobres y sacrificar por ellos su vida entera.

Nuestra Congregación está viviendo un proceso muy significativo en América Latina, cada vez más aumenta el número de Oblatos en la Región. Es signo de esperanza y estímulo, por un lado, y, por otro, un desafío, porque la necesidad urge que los oblatos de la región vayan asumiendo más responsabilidades en la Congregación y sientan la exigencia de la misión, ya que disminuye notablemente la llegada de oblatos de otras partes.

Por tanto, los Oblatos, en América Latina estamos viviendo una realidad a la que podemos denominar “evolutiva” y, utilizando términos psicológicos, estamos pasando de la etapa de la adolescencia a la juventud-adulta; por decirlo así, la Región y cada Provincia dependía de otras provincias, tanto para el sustento económico como del personal humano (los misioneros). Ya desde hace algunos años, diferentes Provincias se ven con la responsabilidad de asumir el trabajo, servicio y la vida misionera Oblata de la Región.

Asímismo, notamos que cada vez más hay menos dependencia, aunque aún la sigue habiendo, de otras Provincias. Vemos que vienen cada vez menos Oblatos europeos a nuestra región, con esto también observamos que se van “nacionalizando”, por utilizar un término sociológico, nuestras Provincias, o sea, los Oblatos latinoamericanos somos quienes vamos asumiendo más la misión, sin olvidar que seguimos contando con personal humano de otros países, aunque en menor número, si consideramos tiempos anteriores.

Así, constatamos que, en el año 2009, en América Latina somos cuatrocientos sesenta y siete Oblatos, con el 65 % de Oblatos latinos, de los que ciento uno están en primera formación.

Con respecto a la conversión, tema que inspira el próximo Capítulo General, creemos que en la región debemos buscar y encontrar cómo hacer para que todo lo que hagamos, en la pastoral, los proyectos, las parroquias, las obras, no sean proyectos ni obras personales sin más, sino que sean propias de la Congregación y de la comunidad de hermanos que hacen lo posible por transmitir el olor de Cristo y que deberá correr en nuestra sangre, deberá formar parte del “sí” personal que cada uno pronunciamos, pero que será, en fin, un sí definitivo de la comunidad. ¿Cómo hacer para que podamos encarnar la comunidad apostólica que se dejó llevar por la Verdad, las palabras del Señor y dejó de lado los subjetivismos e individualismos para que la Fe y el Amor pudieran crecer en cada uno de ellos? ¿Por otro lado, cómo ver si es necesario mantener o no la misiones comenzadas por las Provincias que no respondan a la realidad actual o que ya no se cumplen bien por falta de personal, para que los nuevos Oblatos no sean como un simple “tapagujeros” de las misiones? ¿Cómo…? De ahí nuestra inquietud, y, en la medida que podamos, vamos a colaborar grandemente en la manifestación del Reino de Dios en América Latina, como Hijos de un mismo Padre y Madre y hermanos en San Eugenio.

Creemos que será posible todo este “ideal” señalado anteriormente, si desde la formación primera, incluso desde los primeros pasos, el oblato se encamina hacia una entrega del “sí” que fundamente su fe y su vocación. Creemos que en la etapa de la formación, tendríamos que ir puliendo ya ese “olor”, esa “figura y perfil” de Cristo en cada formando; creemos en fin, que es allí, en la formación, donde debemos buscar y formar “el futuro”, tanto de la Congregación como de la persona misma del Oblato, que mañana, y más adelante, será, o debería ser, la imagen del Cristo mismo, encarnado en su vocación de ser Oblato.


Conversión: ser siervo fiel y humano

Hno. Esc. Ronald Abad, OMI

El hermano Ronald Abad, OMI, es un escolástico de 36 la Provincia de Filipinas estudiando en el Escolasticado de la Asunción de Nuestra Señora, Ciudad de Quezon.

Hace casi doscientos años, nuestro Fundador, Eugenio de Mazenod, comenzó una pequeña sociedad misionera de hombres. Llevado de la necesidad de la gente de una predicación efectiva de la juventud, que estaba siendo devorada por la degradación moral de aquél tiempo, y de la Iglesia, en uno de sus estados más deplorables, como efecto de la Revolución Francesa, así nacieron sus primeras iniciativas apostólicas. Entonces sucedió lo inevitable: se convirtió en el padre de una de las más ardientes congregaciones misioneras masculinas de la Iglesia Católica Romana.

Después, setenta años atrás, el primer grupo de misioneros oblatos llegaron a las Filipinas procedentes de los Estados Unidos. Fundaron parroquias desde las zonas populosas de los migrantes cristianos de Mindanao, a las minúculas poblaciones de cristianos en las zonas dominadas por los musulmanes de Jolo y Tawi-tawi. Plantaron las semillas de las Escuelas de Nuestra Señora, que hoy día son más de cien, incluyendo las que han sido rebautizadas y dirigidas por otras congregaciones religiosas. Estos pioneros oblatos también se aventuraron en el ministerio de los medios de comunicación y, por vez primera en las Filipinas, surgió una radio católica para emitir una noble misión apostólica. E, incluso, dotaron de un asentamiento decente a los cristianos empobrecidos y a los filipinos musulmanes levantando poblados, haciendo proyectos de viviendas y demás.

El Arzobispo Gerard Mongeau, que no tenía ni la más ligera idea de las Filipinas, e incluso no podía ni situarlas en el mapa cuando se le asignó su puesto misionero, se convirtió en uno de los pilares de la misión oblata en las Filipinas. San Eugenio de Mazenod, cuya preocupación en un principio eran sólo la gente y la Iglesia del sur de Francia, se convirtió en fundador de una congregación cuyos miembros sirven hoy en casi todas las partes del mundo. Tenemos, ciertamente, un tesoro oculto de grandes oblatos. Desde el Beato José Gerard, apóstol de Lesotho, a Mons. de Jesús y los pp. Inocencio y Roda, mártires de Jolo y Tawi-tawi, es innegable el amor de los oblatos por el pueblo de Dios a lo largo del mundo.

Hay un sinfín de oblatos dedicados a trabajar en la misión movidos por su inmenso amor a los hombres y mujeres de todas las generaciones que carecen de ayuda y esperanza. Han logrado traer la Buena Noticia a los empobrecidos y a los que carecen de amor, los destinatarios de las Bienaventuranzas. Hemos de conceder que se han hecho grandes, no por lo que hayan realizado, sino por lo que Dios ha realizado por medio de ellos. Han proclamado la Buena Noticia no por su elocuencia y su testimonio perfecto ante el Mundo, sino porque, básicamente, era la Buena Noticia de Dios, y no la suya. Los adjetivos se quedan cortos para describirlos, pero no me cansaré de decir que son gigantes de nuestra congregación. Al tiempo que hablaría sin parar, no tengo nada que decir sobre mí, comparado con ellos. Soy sólo un oblato profeso temporal luchando académicamente por medio de mis estudios teológicos, y cuya identidad religiosa está aún moldeándose en la formación. ¿Quién soy yo comparado con los grandes hombres de los Oblatos de María Inmaculada?. Sea lo que sea lo que pueda alczanzar, aún eso sería gracias a estar alzado a hombros de gigantes.

Dos realidades colman mi conciencia. Si estoy a hombros de gigantes, al mirar abajo no podría sino experimentar vértigo. Si cometo un fallo y no puedo mantener el equilibrio, seguramente caeré y la caída será dura. Al pensar en las expectativas que se crean sobre mí en la formación, pensaré también en las consecuencias de si fallara. ¿Habrá algo semejante a una red que me acoja, o me golpearé en la dura superficie de nuestra existencia?. Si no me convierto en el perfecto misionero, ¿me hará ello menos oblato?. Si hago algo que hiera a mis hermanos oblatos, ¿me hará menos hermano?. Si, tras mi formación, no me convierto en un ministro efectivo, ¿dejarán mis formadores de promoverme?. Mis muchos “si” son manifestación de que no me siento cómodo a hombros de gigantes.

Aquellos grandes hombres ocupan un lugar especial en nuestra congregación y la Iglesia. Si mi propósito es ser como ellos, como medida de mi ser oblato, no será posible que que haya un gigante a hombros de otro gigante. Pero si busco mi lugar adecuado en el reino de Dios, entonces no tendrá sentido saltar de los hombros de los gigantes, pues es el mismo Dios es quien nos proveyó de gigantes. El lugar que me ha sido provisto no es para que tenga mal de altura, sino para darme claridad de cuán vasta es la oportunidad de proclamar el reino de Dios. Esta es la segunda realidad.

La formación es algo más que mantenerme en equilibrio. Es más que confiar en que la formación que se me da es una vida equilibrada necesaria para que yo pueda ser un verdadero servidor. No se trata de encontrar mi lugar en la congregación, sino de entregarme a la congreación sin desear logros. No se trata de pedir a Dios algo o de enseñarle, como si Él no supiera qué hacer con mi vida, sino que se trata de cooperar con su voluntad y ser obediente a sus mandatos. No se trata de estudiar en la escuela para pasar unos requisitos y convertirme en un oblato ordenado, sino que se trata de abrirme con disponibilidad para comprender a Dios, mediante la confianza en los demás, como mis profesores-teólogos. No se trata de ir a mi zona de apostolado cada fin de semana para complacer a mis superiores (o a mí mismo), sino para dar a mi mirada una visión de la realidad del mundo. No se trata de vivir en comunidad para que alguien alabe mis logros o ridiculice mis fallos. En vez de ello, la comunidad me da el privilegio de compartir la vida con hermanos amables o poco agradables por razón de una misión común.

Me doy cuenta de que no se trata de esforzarme por vivir, sino de esforzarme siempre por amar; no de sopesar, sino de confiar. Y al hablar de confianza, esto me lleva a una cuestión más honda de quién soy yo para Dios. La Encarnación me proporciona una clara respuesta para ello. Pero más que responder a mi, en apariencia, egoísta pregunta, la Encarnación es el modo profundo de Dios de decirnos cuán especiales somos.

Juan 3, 16 nos permite vislumbrar cuán especial es la humanidad para Dios y su plan sobre ella. Pero deberíamos considerar que el Hijo no vino como los super-héroes de los comics o de los filmes. Los misioneros no van a la misión para interpretar el papel de mesías. En vez de ello, proclaman al Mesías. Si un día me convierto en misionero, quedaría como tonto si me acercara a la gente del modo que mis profesores me enseñan en los cursos de teología. No tendría sentido citar a grandes teólogos y filosófos, como haría para un debate. Al hacerse carne la Palabra, Dios ha abrazado lo bajo, no desde arriba, sino desde donde estaba la humanidad. Como misionero del futuro, tan sólo podré cumplir lo que Dios me ha asignado hacer si lo proclamo desde mi bajeza. Sólo puedo ser misionero si lo mantengo a Él y sus enseñanzas en el centro de la misión.

Hay algo especial en nuestra humanidad que nos puede ayudar en nuestra misión, algo que deberíamos mantener al tratar los distintos aspectos de la misión. Jesús enseñó a hombres a ser hombres. El mismo Jesús enseñó cómo ser humano, un desafío para nosotros, ya que el mismo Hijo no se ahorró los consabidos (y siempre negativos) atributos del ser humano. La historia de la mujer adúltera que hizo inclinarse a Jesús y escribir; Él mismo experimentaría cómo se siente al estar en un dilema. Puede ser que recordara cómo su Madre fue descubierta en una situación que posiblemente se habría resuelto siendo ella lapidada hasta la muerte. Podría haber recordado también a su padre adoptivo, José, que, por instinto, podría haber dado lugar a la ira, pero que escogió no hacerlo. Jesús, partiendo de causas secundarias, aprendió también virtudes. Y ahí está, enseñando a los humanos a aprender de la experiencia porque ella puede ser fuente de virtudes, y ser humano es vivir en la virtud. Sólo los humanos tienen el privilegio de experimentar tantas cosas al crecer en la virtud. Nuestros grandes oblatos no se ahorraron las durezas de la vida y la “humanidad”de la misión. Sino que aprovecharon la oportunidad de experimentar verdaderamente cómo ser hombre y cómo obrar vituosamente. No tengo derecho a quejarme de las dificultades de la formación, pues me he abierto a la conversión, una conversión que emana de mi compromiso a vivir siempre una vida virtuosa.

Toda la vida de Jesús, sus acciones y sus enseñanzas, son un paradigma de cómo ser humanos. Convirtiéndonos en verdaderos seguidores de Jesucristo, de cabeza y en obras, es como podemos descubrir lo que significa ser humanos. Una de las instrucciones de nuestro Fundador para aquellos que están en formación es “enseñarles a ser humanos”. Algunos se ofenden de ello, pues consideran que implícitamente los trata como animales. Omiten el asunto clave que nuestro fundador quería hacer llegar, un mensaje que el mismo Jesucristo vivió.

La idea de que hacerse humano es ofensivo puede descubrirse en cómo nuestra sociedad experimenta hoy su humanidad. Esclavitud, opresión, violencia, pobreza e injusticia son sólo algunos de los aspectos de una sociedad disfuncional, temida por la gente que anhela todo lo contrario. Muchos filipinos tienen la creencia de que es permisible obrar mal y ser pecador como consecuencia de ser humano, cuando dicen: Pagkat kami ay tao lamang” (dado que sólo somos humanos, somos limitados y propensos a obrar mal). Pero Jesús sigue recordándonos de que ser humanos no es una trampa que nos lleve a la pecaminosidad, sino una oportunidad de preparanos para ser dignos de su Reino, venciendo al demonio que nos acecha. No hay otro atajo para el Reino sino vivir y actuar como humanos, emulando la vida de Jesús. La humanidad es como el crisol donde se prueba a fuego el mejor oro. El hombre Jesús demostró de forma efectiva la batalla entre el bien y el mal. Es la misma batalla a la que los oblatos, como soldados, educados y formados en las virtudes por Jesús, son destinados a ayudar en el obrar salvífico de Dios y a la que yo, alegremente, me comprometo al convertirme en oblato y, en ello, fortalezco mi propia humanidad.

Descubrir lo que significa ser humano no es un fin en sí mismo. No es una cuestión de quién o qué soy o dónde estoy en este mundo, sino de reconocer que soy una parte de este mundo, que mi existencia no termina en mí mismo y que estoy unido a los demás humanos.

Cuando Jesús caminó por este mundo, demostró que los escépticos estaban equivocados. Jesús mostró en nuestra humanidad que la Realidad Última, nuestro origen absoluto y nuestro destino absoluto, pueden ser conocidas. Siendo conscientes de esta Realidad Última podremos mantenernos a la altura de nuestra misión. Nuestra relación con la Realidade Última se basa en el amor que Él mismo compartió con nosotros y que ejemplificó en el Hijo Eterno. Nuestra verdadera humanidad se define por el amor: la existencia de este mundo se debe a su amor, a la unión con la Realidad Última es la “perfección” de ese amor.

Podemos buscar constantemente una nueva misión y olvidar el centro de nuestra misión. Podemos estar deseosos de cumplir algo y de superar a nuestros grandes oblatos. Nos preocupamos por el mundo de hoy: corrupción de valores entre los jóvenes, filosofías de Nueva Era, la amenaza que supone Internet para las relaciones interpersonales, demasiado profesionalismo con abundancia de psicólogos y querencia por ellos en lugar de consejeros religiosos, disputas territoriales y la solución de los problemas por medio de las armas y muchos más. Levantar estructuras como las construídas por los oblatos en las Filipinas hace setenta años o la fundación de una congregación religiosa como en tiempos de San Eugenio son cosas del pasado. Nuestros grandes oblatos no tenían conocimiento de antemano sobre su grandeza, como una persona humilde nunca reclamará su humildad. Ellos se dejaron conducir por Dios y cooperaon totalmente con su voluntad. Ellos permitieron que su humanidad estuviera anclada en la vida de nuestro Salvador. A pesar de que también tenían una percepción de lo vasto de la misión, no podían ver otra cosa sino el horizonte, pero nunca se consideraron los gigantes de la generación actual.

No seré un perfecto escolástico o no me convertiré en un perfecto oblato. Siempre tendré los “si” y algunas veces necesitaré trabajar duro para mantener mi equilibrio. Pero guardando las enseñanzas de Jesucristo, su vida y su misión, y esforzandome por ser plenamente humano, siempre me mantendré abierto a la conversión, una conversión que tiene una dimensión comunitaria. La misión no me pertenece sólo a mí o a cualquier oblato solo. Es abrumador estar a los hombros de los gigantes o estremecedor ver por encima de ellos. Pero a veces ello disminuye nuestra capacidad de descubrir al gran misionero que hay en nosotros. Y, en ello, Pablo nos ilumina: “Qué, pues, es Pablo, y qué es Apolo? Servidores por medio de los cuales habéis creído; y eso según lo que a cada uno concedió el Señor. Yo planté, Apolo regó; pero el crecimiento lo ha dado Dios. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento. Y el que planta y el que riega son una misma cosa; aunque cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor. Porque nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios. (1 Corintios 3, 5-9).

Nuestros grandes oblatos no arrojan sombra sobre nosotros; ellos forman parte de una gran y orgullosa tradición. Una tradición que no pertenece sólo al pasado, sino que ha sido fiel y creativamente transmitida a las siguientes generaciones, como nosotros. Dios permite a cada oblato participar en su gran y orgullosa tradición. Nosotros nos ofrecemos para ser los operarios de Dios en su Reino. Él nos llama a una constante conversión de ser siervos trabajando con otros siervos, para que siempre tengamos un nuevo corazón, un nuevo espíritu y una nueva misión.


El llamamiento a la conversión como la de Filemón

Hno. Esc. Thabang Nkadimeng, OMI

El hermano rother Thabang Nkadimeng, OMI es un escolástico de 26 años de la Provincia Norte de Sudáfrfica; en la actualidad estudia segundo año de teología en el Escolasticado Internacional de Roma, Italia.

San Pablo apóstolo por amor por el Evangelio de Jesucristo, se consideraba con orgullo prisionero del Señor, y ciertamente lo era. Pablo pasó por una forma radical de conversión que se demostró necesaria no sólo para él, sino para todos, y se convirtió en el instrumento por el que muchos se convirtieron a Jesucristo Señor. En su carta a Filemón, pide un tipo distinto de conversión a su amigo, pero una conversión no menos cierta. Filemón es el amo del inútil esclavo Onésimo (un nombre que significa “Útil”) que, tras estar con Pablo, su hermano en el Señor, se vuelve útil para Filemón, su nuevo hermano en el Señor.

Pablo llama a Filemón a una conversión radical que sacuda las barreras políticas y sociológicas de su tiempo. Pide a Filemón, partiendo de una apelación a su libre voluntad, aceptar al Señor y ser fiel sólo a Él, verse a sí mismo como hermano, y no como dueño del esclavo Onésimo. Se percibe que Filemón tenía otros muchos esclavos. Sin embargo, al aceptar el bautismo, Onésimo deja de ser esclavo del demonio y de Filemón y se convierte en persona libre, un nuevo hombre. Es demasiado pedir para quien está acostumbrado a tener esclavos como parte de su propiedad. Tornar las herramientas en humanos es una empresa humanamente imposible. No obstante, se pide aquí un cambio de mente y de corazón.

Nuestra congregación oblata está en el trance de aceptar o no el mensaje de San Pablo de acoger de nuevo a quien hemos llamado “esclavo” y recibirlo todo lo precioso y útil como es. Pocas cosas me vienen a la cabeza cuando pienso en lo que debería volver como útil. Sin embargo, lo que me viene a la cabeza es que nuestra conversión oblata es una conversión personal y comunitaria, no una de las dos, sino ambas juntas. El proceso de reflexión es personal y también de “un alma y un corazón”, como deseaba San Eugenio de Mazenod. Si falta el aspecto de tener “un alma y un corazón”, entonces diré: “Voila!”. ¡Esto ha de volver, pues es útil!.

El mundo necesita signos externos de nuestra consagración; de otro modo nos mostraremos derrotados por el espíritu de modernidad y de relativismo. Cuando nos aceptamos a nosotros mismos como consagrados, como operarios compañeros de Cristo, sacudimos las barreras políticas y sociológicas de nuestro tiempo, convirtiendonos, por medio de ello, en instrumentos útiles del Señor. Cuando asumimos nuestra tarea personal y comunitariamente, podremos estar ciertos de decir que somos apóstoles del mismo Señor y hermanos unos de otros.

La era del teísmo absoluto, desgraciadamente, ha entrado en punto muerto. Así como se ha aceptado el cristianismo como una cultura que puede ser inculturizada, del mismo modo el ateismo ha entrado en nuestro tiempo como una cultura aceptada. ¿Dónde nos encontramos en todo ello?. Si Filemón no acepta de vuelta a Onésimo como hermano y no como esclavo, será como un creyente que cree en Cristo con la boca, pero en la práctica abraza una cultura de no creyente. Del mismo modo, si nuestras bocas proclaman a Cristo y en la práctica no abrazamos la vida entera de Cristo, claramente habremos abrazado una cultura de no creyentes.

Los signos externos de la consagración religiosa no son sólo el hábito o la cruz oblata, pero éstos tienen un influjo extremadamente importante en un mundo que ha aceptado una cultura no creyente. Roma es conocida por los “pases de moda” de los diferentes hábitos religiosos, pero no es un desfile de moda como, probablemente, lo ve el mundo, sino manifestación de una realidad cultural religiosa. Es una ciudad que ha sido escogida para sacudir las barreras políticas y sociológicas del mundo moderno. Cuando el gobierno italiano quita los crucifijos de las paredes de las escuelas por razones de tolerancia religiosa, queda aquí una poderosa cultura y un orgullo de su estar, la cultura religiosa presente a los pies de la tumba del apóstol Pedro. Esto es lo que somos, no podemos separarnos de la gran tradición católica que hemos heredado.

Estamos presentes en 67 países distintos de todo el mundo. ¿Qué cultura abrazamos y manifestamos interior y exteriormente? Debería ser claramente una cultura de la que no nos avergoncemos, sino que nos haga ser lo que somos; y aquello que creemos es el camino que hemos de recorrer y vivir. Un pueblo sin cultura es como una hoja de papel en blanco inservible. “Útil” (Onésimo) nos ofrece en realidad un modelo valioso que puede promover y animar nuestro propio proceso de conversión y nuestra misión para con el pueblo de Dios.

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