CON LA IGLESIA, HOGAR Y ESCUELA DE COMUNIÓN
P. Paolo Archiati OMI, Vicario general
En nuestro camino de reflexión sobre la
comunidad, tema que hemos escogido para el primer año de nuestro Trienio
oblato, quisiera hoy invitarles a reflexionar sobre dos documentos eclesiales
de los últimos veinte años. Ello nos permitirá ampliar la mirada más allá de
los límites del mundo oblato y a ponernos en sintonía con la Iglesia, en la
cual y por la cual ejercemos nuestro ministerio.
El primer documento es “Vida fraterna en comunidad”, de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica. Es un documento de 1994 que merece la pena releer durante este primer año de reflexión sobre la comunidad oblata. En particular, quisiera invitarles a leer los números 39-42 de dicho documento, como preparación, quizá, para un encuentro comunitario, en el que debería haber tiempo no sólo para compartir, sino también para centrarnos en algunos elementos esenciales de la vida de la comunidad y de su actividad apostólica.
Quisiera detenerme, concretamente, en una expresión que hallamos en el número 39, donde se habla del “justo equilibrio” entre dos aspectos positivos de la vida comunitaria: el respeto a la persona y el bien común, a las exigencias y necesidades de cada uno y las de la comunidad, entre los carismas personales y el proyecto apostólico de la misma comunidad. Este equilibrio, a menudo arriesgado y difícil de conseguir, lo mismo que de mantener, “dista tanto del individualismo disgregante como del comunitarismo nivelador”. Estas son expresiones del documento, el cual sigue definiendo la comunidad como “el lugar donde se verifica el cotidiano y paciente paso del «yo» al «nosotros», de mi compromiso al compromiso confiado a la comunidad, de la búsqueda de «mis cosas» a la búsqueda de las «cosas de Cristo»“.
Ciertamente, hay material aquí para una seria reflexión y para un diálogo en comunidad. Lo que se subraya en este párrafo afecta no sólo a la vida de cada uno, sino también a sus relaciones mutuas y al proyecto apostólico, el ministerio y el servicio encomendado a la comunidad.
El segundo documento que quisiera proponer para la reflexión y el diálogo comunitario es la Carta apostólica de Juan Pablo II “Novo Millennio Ineunte” de 2001. Sería interesante hacer del documento materia de reflexión y diálogo, especialmente en lo referente al tema de la comunidad, números 43-45. Esta Carta apostólica se dirige, obviamente, a toda la cristiandad, pero hay pasajes profundos y que representan un gran desafío para la vida consagrada. He aquí lo que Juan Pablo II proponía en el momento en que la Iglesia se preparaba para cruzar el umbral de un nuevo milenio: “Hacer de la Iglesiala casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo” (nº 43). Fidelidad al plan de Dios y responder a las profundas esperanzas del mundo: ¿no es esto, quizá, aspectos característicos de los Oblatos de María Inmaculada?
En las palabras siguientes, el Papa desarrolla este punto tratando de explicar qué significa en la práctica lo recién afirmado, subrayando la necesidad de promover una espiritualidad de comunión como fundamento no sólo de la vida comunitaria, sino también de todas las relaciones que estamos llamados a establecer entre nosotros y con los demás.
Este texto me hace pensar en la idea que surgió en el Capítulo de 1992 y que desembocó en su documento “Testigos en comunidad apostólica”. Recuerdo que durante ese Capítulo sentían la importancia de hacer, en el interior de la familia oblata, un cambio similar al hecho en el nivel internacional hace no mucho: de la dependencia a la independencia, de la independencia a la interdependencia. La idea de la interdependencia fue muy positivamente aceptada y con cierta euforia. Pero, en realidad, esta palabra siempre va acompañada en el documento del Capítulo por la palabra “comunión”. Estaba personalmente convencido, y aún lo estoy, de que la meta de nuestro itinerario es, precisamente, la comunión. La interdependencia, aún siendo útil, siempre implica dependencia: mutua, ciertamente, pero dependencia aún. La realidad de la comunión, en cambio, va más allá de cualquier forma de dependencia, dado que está basada en la idea del don.
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