“¿MEJOR SOLO QUE MAL ACOMPAÑADO?”
Por el P. Paolo Archiati, Vicario General
A medida que escribo reflexiones sobre la comunidad, me doy cuenta de la
complejidad del tema y de la multiplicidad de ángulos desde los que puede ser
tratado. Tras hablar en el último artículo sobre el superior local y su
particular “vocación” de ser pastor de sus hermanos, en este artículo, y
posiblemente en el siguiente, pensé que podríamos reflexionar sobre los miembros
de la comunidad local, estudiando y analizando los distintos “tipos” que
existen. Y aunque sería un esfuerzo interesante que daría materia para
reflexionar, es algo demasiado complejo. Y lo peor, nos llevaría a “clasificar”
a las personas, encerrándolas en clichés predeterminados arriesgándonos a ser
superficiales y subjetivos.
Así que me gustaría tocar otros dos puntos que me parecen importantes para la vida de una comunidad oblata. El primero, aunque pueda parecer insignificante, es el del número ideal de personas que deberían componer una comunidad local. Éste número no existe. Hay comunidades oblatas con treinta miembros en las que las relaciones son buenas a pesar de las inevitables dificultades no ligadas al número; por otro lado hay comunidades oblatas con tres o cuatro oblatos en las que las relaciones son conflictivas o incluso inexistentes.
Según nuestra Regla de Vida, “La comunidad local, normalmente consta de un mínimo de tres Oblatos,” y “La situación de un Oblato que vive solo debe considerarse siempre temporal.” Hay en estas dos expresiones no poca sabiduría, ligadas además a ciertas consideraciones de orden psicológico. El hecho es que aún tenemos demasiado oblatos viviendo solos, y esto durante muchos, demasiados años. ¿Qué debemos hacer? ¡Con cuánta frecuencia aparece este punto en nuestras reuniones del Consejo General! Incluso a mí, que me considero por lo general una persona optimista, debo confesar que, en lo que respecta a esta cuestión y a las situaciones a las que hace referencia, mi optimismo a veces me abandona… y aquí es cuando se hace inevitable preguntarse: ¿qué debemos hacer?
Alguno podría citarme el dicho “mejor solo que mal acompañado”, pero ¿quién dice que la única alternativa a estar solo es la de estar mal acompañado? ¿Acaso no es posible que las personas se junten y trabajen juntos estando “bien acompañados”?
El otro punto, si bien muy complejo y en muchos aspectos mucho más sutil que un mero número externo, es el de las relaciones interpersonales que se tejen dentro de una comunidad religiosa oblata. Este tema está ligado a aquel antes tratado, cuando decíamos que la Iglesia es el lugar en el que se descubre y vive la comunión. La comunidad es, de alguna manera, la misma cosa. El aspecto que me gustaría subrayar aquí es el de la alteridad. Se han vertido ríos de tinta para escribir sobre el tema en las últimas décadas, y yo me pregunto si no estaremos ante el corazón mismo del que depende la vida de comunidad. Identidad y relación, auto-afirmación y reconocimiento del “otro”. El “otro” es su ser “otro-distinto-de-mí”: ¿es una ayuda o una amenaza a mi libertad? ¿Es un hermano con el que camino en pos del Maestro que nos ha llamado a los dos o es un obstáculo en éste camino? ¿Es para mí una presencia que me enriquece o “una piedra en mi camino” que me impide avanzar y que tengo en mi agenda personal? Podríamos continuar. “El infierno son los demás”, decía un famoso filósofo francés. ¿Estás convencido, existencialmente, de que esto no es así? ¿Podemos probarlo? Quizás sea precisamente aquí donde encontramos la dimensión profética de la comunidad religiosa. “La alteridad” es un asunto serio; es un reto, una llamada a la conversión, un ejercicio de ascetismo. Mientras no aprendamos a manejar la experiencia “del otro” como algo positivo en nuestra experiencia de cada día, probablemente seguiremos sin ser capaces de hacer que acontezca la comunidad.
Una consideración final. En un informe que llegó a mis manos recientemente, leía la historia sobre una casa que fue diseñada y construida con muchas puertas, tantas como para que sus residentes pudieran entrar y salir sin jamás encontrarse. Me pregunté sobre la naturaleza y utilidad de una casa como esa. Y me molestó mucho cuando vi que fue construida con esta característica; y no sólo eso, resulta que era una casa religiosa, ¡y encima de los oblatos! Fue, puedo confesarlo, un duro golpe a mi radiante optimismo. ¿Qué debemos hacer? ¿Acaso algún lector se aventura a dar alguna respuesta? Incluso desde este punto de vista, los 200 años de nuestra historia son un “kairós” que no debemos perder. De lo contrario, ¿cuál sería nuestro cariz profético? ¿Cómo podríamos seguir hablando de una “vida religiosa profética”?
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